Filosofía y comedia: la risa os hará libres.

El cómico, como el filósofo, se pregunta por qué las cosas tienen que ser como son. 

Ignatius Farray, cómico, es autor del libro Meditaciones, donde trata temas tan serios y duros como la angustia o la ansiedad en relación a la comedia. Dialogamos con él y reflexionamos acerca de la estrecha relación que existe entre la comedia y la disciplina filosófica.

«Había deportaciones, pero también había que reírse un poco», afirmó Jetty Cantor, superviviente del campo de concentración de Westerbork (Países Bajos). 

Leo, no sin estupefacción, que durante su estancia en ese campo Cantor actuó en múltiples ocasiones para las SS y para los internos. 

Quedo a tomar un café con Juan Ignacio Delgado Alemany, el hombre al que, según sus propias palabras, Ignatius Farray está dando una paliza. Le pregunto por la risa, por la comedia y, también, claro, por la filosofía. Aprovecho la ocasión para contarle las palabras de Cantor, para que me explique, como alguien que se dedica a la comedia, si cree que la risa puede liberarnos.

La comedia, me cuenta, tiene que ver con la libertad; tiene que ver, sobre todo, con la posibilidad de quebrantar, con la connivencia del público, los límites socialmente aceptados. 

Me habla del heyoka, un personaje del pueblo Lakota (comunidad indígena de Estados Unidos). El heyoka es un hombre al que se le permite que haga todo al revés: que camine hacia atrás y monte a caballo de espaldas.

El heyoka es un «proto-cómico», una suerte de payaso sagrado que provoca la risa de aquellos con los que se cruza. 

Un bufón al que se le reconoce el privilegio de poder transgredir las normas sociales, de cuestionar, o incluso violar, los tabúes que operan en una comunidad. Por eso, el heyoka, como el cómico que actúa en Lavapiés, es, sobre todo, un «terrorista». 

Alguien que, si cumple con el cometido que le ha sido asignado, desestabiliza el orden dado y respetado en una comunidad. El cómico, como el filósofo, pregunta por qué las cosas tienen que ser como son.

La risa que provoca la comedia no es un reflejo ni una descarga atemporal. 

Esa risa burlona no debe confundirse con la respuesta instintiva que los neurobiólogos identifican con la risa de un bebé. La carcajada irónica que arrancan los payasos sagrados surge en el cruce entre miedo y libertad. 

Durante el tiempo que dura el espectáculo, ese bufón puede ridiculizar las normas sociales, nuestras creencias más profundas. Estoy bastante convencida de que Platón fue de los primeros en hacerse cargo del potencial transformador de la risa irónica, y por eso se empeñó en desterrar a los poetas de su ciudad ideal.

Antes de que nosotras discutiéramos en Twitter sobre los límites del humor, Platón ya había sentenciado que la única risa aceptable era aquella que era inofensiva, la que no generaba controversia, la que no ridiculizaba la tradición. 

Pero, como insiste Juan Ignacio, a la comedia no se la puede controlar, la comedia es un mono con dos pistolas.

Imagen de portada: La comedia —eso lo sabían también los griegos— debe mantener un cierto contacto con la realidad, es decir, debe permitir que el objeto de sus risas –lo risible– sea reconocible. Imagen de Pixabay (CC).

FUENTE RESPONSABLE: Filosofia & Cía. Por Irene Ortiz Gala. 9 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Filosofía/Vida/Teatro/Comedia/Hilaridad.

CONTRA LA IDEOLOGÍA EMOCIONAL.

Tras la industria de la pseudofilosofía y el ‘coaching’ se esconden las principales (y verdaderas) causas de nuestro malestar: las prisas, la adicción a las pantallas, la eterna dilación de nuestras expectativas o la precariedad.

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En la actual cultura de los consejos dulzones y melosos («sé la mejor versión de ti» o «si sonríes el mundo te sonreirá»), las máximas motivacionales pseudoestacas («la clave es adaptarse al cambio») y los cursos de crecimiento personal («las crisis son una oportunidad para superarse»), nos han acostumbrado a tener que dar respuesta continua y funcional a los malestares de nuestro tiempo. 

Todo se cifra en la permanente –y dañina, por no decir perversa e impuesta– acomodación y aclimatación a las condiciones dadas, sin cuestionar cuál es su origen, cómo han llegado a establecerse o a qué intereses responden.

En un artículo de 2021 en The New York Times, los psicólogos sociales Jonathan Haidt y Jean M. Twenge pusieron sobre la mesa varios datos escalofriantes. 

Las crecientes tasas de ansiedad, depresión y sentimiento subjetivo de soledad en las generaciones más jóvenes no se deben unívocamente al impacto de la pandemia. 

Desde el año 2012, estos investigadores detectaron que los índices de ideación suicida y los intentos de suicidio, así como los suicidios efectivos, aumentaron drásticamente, sobre todo en niñas preadolescentes, con un incremento del 50% desde el mencionado año. En general, en el periodo 2012-2019 las tasas de depresión entre adolescentes casi se habían duplicado.

Vayamos a las cifras sin ánimo de escandalizar, sino de conocer la realidad. 

Según datos de la Fundación ANAR, organización que ayuda a niños, niñas y adolescentes en situaciones de riesgo o desamparo, en 2021 atendió más de 250.000 peticiones de ayuda sólo en España, entre las cuales 4.542 se debieron a ideación suicida, autolesiones o intentos de suicidio. 

El Instituto Nacional de Estadística (INE) señala 4.003 muertes por suicidio en 2021, con un incremento del 1,6% respecto a 2020. Los datos de los que disponemos actualmente indican que en el primer semestre de 2022 se dio un incremento del 5,1% en suicidios respecto al mismo periodo de 2021, con una cifra que asciende a las 2.015 personas.

A riesgo de que las cifras no representen más que números, nada más que fría estadística embozada de falsa concienciación, debemos ir a las causas y, sobre todo, al planteamiento de posibles soluciones. 

En primer lugar, y sin entrar ahora en cómo debería estructurarse, urge la conformación de un plan nacional de prevención del suicidio, la ideación suicida y las conductas autolesivas. 

Quienes trabajamos a diario en centros educativos (más aún desde el prisma de la orientación o desde puestos de tutoría o dirección) observamos, impotentes, cómo el número de niños, adolescentes y jóvenes que padecen sufrimiento psíquico aumenta a un ritmo escandaloso, lo que suele traducirse en trastornos emocionales y de la conducta de muy diverso calado que en numerosas ocasiones perduran durante largo tiempo o incluso se hacen crónicos (por no haber sido detectados o atajados convenientemente).

Pero también como adultos, en nuestros círculos de proximidad, tenemos experiencia de compañeros, amigos, familiares o allegados que, sin haber sido nunca diagnosticados ni tratados por un psicólogo o un psiquiatra, muestran sintomatología afín al espectro depresivo. 

Comentarios tan usuales y recurrentes como «llevo una temporada sin ganas de levantarme de la cama, aunque aparentemente todo me va bien» o «no encuentro sentido a mi vida» muestran signos de incipiente distimia o anhedonia que –y esto es lo más preocupante– estamos normalizando o que incluso hemos institucionalizado: nuestro vivir cotidiano requiere una dosis de sufrimiento constante, continuado y lo suficientemente soportable con el que debemos contar; no sólo lo hemos normalizado, sino que, más aún, se ha normativizado silenciosamente.

Sabemos muy bien que el servicio –público y privado– de salud mental está colapsado. 

En colegios e institutos, tanto profesorado como tutores y orientadores no damos abasto para poder atender las demandas (todas justas e impostergables) de nuestros estudiantes. 

Los hospitales de día y las urgencias psiquiátricas se desbordan por el alto número de usuarios y pacientes a los que deben dar cobertura, y en la atención médica primaria la guadaña del tiempo siempre planea amenazante. Y entonces, desde instancias gubernamentales y desde la industria de la autoayuda, se apela a las palabras que parecen salvarlo todo: resiliencia y empatía. 

Por todas partes nos ofrecen cursos para desarrollar esa potencia que, al parecer, debemos contar entre nuestras cualidades congénitas: «sé resiliente» es el mantra de nuestro tiempo, potencia tu crecimiento socioemocional, aumenta tu aprendizaje afectivo y aprende a gestionar tus emociones, fomenta la autocompasión, enseña a tus alumnos educación emocional y, por supuesto, «sé empático», hazte uno con el dolor y el sufrimiento del otro.

Ahora bien, tras todo este medido aparataje, tan embaucador como melifluo, disfrazado de habilidades emocionales («el dolor es una oportunidad para crecer»), pseudofilosofía («encuentra lugar para tu sufrimiento, como sostenía Viktor Frankl») y coaching («el éxito es mantener una imagen de éxito» o «no hay nada imposible») se esconde toda una maquinaria manipuladora que no deja ver las causas de nuestros malestares contemporáneos: las prisas, la adicción a las pantallas, la perpetua dilación de las expectativas, la precariedad, la angustia por estar a la altura de las exigencias sociales de éxito y progreso y un larguísimo etcétera que queda sumergido bajo una máxima: «hay que adaptarse».

No cabe duda de que la capacidad de adaptación, la empatía y la resiliencia son cualidades valiosas en una vida funcional. 

Sin embargo, entregar nuestro bienestar al exclusivo desarrollo de estas estrategias, como si fueran a salvarnos de las fauces de los ritmos de nuestro tiempo (como si de nuevas religiones laicas se tratara), supone relegar nuestra capacidad para cuestionar las estructuras que permiten el surgimiento de emociones netamente depresivas o de conductas autolesivas e incluso suicidas. 

Los especialistas de salud mental se muestran tajantes en este asunto: no es necesario padecer ningún trastorno mental para pensar que la muerte es la única salida a nuestros problemas. 

Se dan suicidios y conductas autolesivas en personas perfectamente sanas en términos psicológicos. Esta es la auténtica tragedia de nuestra época: podemos vernos (y sentirnos) arrinconados estando perfectamente sanos. 

Y lo único que debemos hacer, nos dicen, es «gestionar nuestras emociones»: nada marcha mal ahí fuera, todo lo que está por arreglar pertenece a la esfera privada del sujeto. Es él quien debe arreglarse consigo mismo y con el mundo. 

No podemos permitir que nuestra única respuesta sea pasiva; es decir, esperar a que llegue el drama biográfico para poder actuar. 

Mientras este sea el patrón, el de apagar fuegos, esas cifras –que tan a menudo nos resultan ajenas e inabordables, cuando no indiferentes– de trastornos mentales y de conductas autolesivas y suicidas seguirán en preocupante aumento. 

En lugar de dejarnos aleccionar y seducir por estas técnicas disciplinarias emocionales, debemos emplear nuestras herramientas intelectuales e institucionales para poder poner freno a las causas de todas estas sintomatologías, que son profundamente sistémicas.

Hace falta más beligerancia social e individual para abordar problemas cuya envergadura sobrepasa la esfera de la mera gestión emocional de los sujetos. 

Más compromiso. Más libertad entendida como autonomía frente a las circunstancias. Mayor conciencia de los retos de nuestro tiempo. 

No necesitamos «viajes interiores» proporcionados por el mindfulness o el coaching emocional; cuando los problemas siguen ahí fuera, lo único que cambia es la manera en que afectan a los individuos. Sólo se modifica la forma en que el sufrimiento se manifiesta. 

Y en esto nos han hecho expertos: en resistir (aunque nos sintamos avasallados, sin fuerzas ni ánimo) las formas cambiantes del sufrimiento, que por novedosas nos resultan incluso atractivas. 

Y si no, siempre podremos acudir a nuestro coach de confianza en busca de un buen consejo para gestionar nuestras emociones… Ha llegado el momento de actuar y preguntarse: ¿qué –y a qué precio– debemos resistir?

Imagen de portada: Gentileza de Ethic

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Carlos Javier González Serrano. 7 de febrero 2023.

Sociedad/Salud/Salud Mental/Salud Emocional/Depresión/ Autogestión/Vida/Bienestar/ Adolescencia/ Niñez.

¿Ser protagonista, espectador o pianista?

Nadie es eterno. Nadie lo será jamás. Sólo unos pocos, narcisistas empedernidos, aspiran a serlo. 

¿Quién quiere ser eterno? ¿O qué supone pasar a la historia, cuando nuestra eternidad no se materializa al estar vivos, sino, paradójicamente, al morirnos? 

Cuando los vivos que nos conocieron son los encargados de recordarnos. De contar no ya quiénes fuimos, sino cómo fuimos; de contar nuestros defectos y nuestras virtudes sin que sintamos el más mínimo efecto de palabras lastimeras, injustas, desmerecidas o, por el contrario, bien avenidas. 

Bien certeras y clarificadoras que reúnen y resumen a la perfección nuestro ‘yo’. O al menos una versión del ‘yo’ que hemos querido —en vida— desenmascarar. 

Pero hay tantos prismas, tantas aristas de un mismo rostro, tantas las personas que nos miran y analizan que resulta agotador adaptarse a la visión de cada espectador. Pasa como con toda obra de arte. Y en este sentido, poco hay más interesante que contemplar una o varias obras acompañado de otra persona. 

Por ejemplo, cuando se recorren los pasillos laberínticos de un museo y uno se detiene ante un lienzo que le sobrecoge, pero su acompañante pasa de largo, porque a éste le estremece más el de al lado. La mayoría de las veces la visión que tiene uno sobre la obra resulta ser la antítesis de la intención del creador, pero eso nos da igual. La emoción que hemos sentido es lo que importa. 

Esa emoción intacta. Única. Eterna. Sólo las emociones son eternas. Sólo las emociones nos sobreviven y nos superan, pues son más inefables que nosotros. 

Más perfectas, más definidas. Carentes de aristas. Carentes de versiones de ellas mismas. Y en todo caso, antes de que nosotros pasemos a la historia, lo que pasará primero será nuestro testimonio. 

Nuestro discurso acerca de lo que hemos contemplado, sentido o vivido, como cuando recordamos la obra, pero olvidamos el nombre del autor. Y esa sensación es la que transmitimos a nuestro acompañante haciéndole partícipe de nuestra interpretación. Describimos minuciosamente lo que nos ha hecho sentir. Y si el acompañante es de los buenos, de los que se prestan a escuchar atentamente, quedará embelesado y le costará olvidar lo pronunciado y lo recordará con el paso de los años. 

Y si el lector es ávido, jamás olvidará las palabras que ha leído, cuya impresión, lejos del papel, ha ido a parar a un lugar más verdadero y, a su vez, más abstracto. 

Ese espacio que sólo nos pertenece a nosotros pues somos nosotros quienes lo habitamos. Sin compañía alguna, en completa soledad, donde además de Verdad, hallamos también Libertad. 

Un espacio similar al que describió Anne Carson en su Podrías I, que decía: “Si no eres la persona libre que quieres ser busca un lugar donde puedas contar la verdad sobre ello (…). La franqueza es como una madeja que se produce a diario en el vientre, tiene que desenrollarse en algún lado (…). No se trata de encontrar un lector, se trata de contar. Piensa en una persona de pie, sola en un cuarto. La casa está en silencio. La persona lee un pedazo de papel. No existe nada más. Todas sus venas se pasan al papel. Toma la pluma y escribe en él unos signos que nadie más va a ver, le confiere así como una plusvalía, y todo lo remata con un gesto tan privado y preciso como su propio nombre”. 

En esa escena íntima en la que únicamente se necesita un papel en blanco y una mano que dirija la pluma no se piensa siquiera en la eternidad. 

Ni que ese papel vaya a transcender como podría hacerlo, en consecuencia, el nombre de quien lo firma. A esa persona que escribe ni se le pasa por la cabeza pasar a la historia, pues su máxima aspiración, en ese instante, es ser espectador de su vida, de su obra de arte. Tomar distancia y desligarse. 

Desdoblarse por medio de la caligrafía manchada de tinta. Salirse de sí para contemplarse y entenderse. Para poder mirarse, sin juicios, sin reproches, y comprenderse descubriendo y desnudando el ‘yo’. “No se trata de encontrar un lector”, afirma Carson, “se trata de contar” y de contarse, añadiría.

¿Y no sucede que a veces nos gusta más ser espectador que protagonista? 

Gustaba a García Márquez recordar la anécdota del bar de Zúrich en el que se refugió del temporal de nieve que asolaba la cuidad a la espera del próximo tren que tenía que coger. 

Según Gabo, la penumbra reinaba en el local, un hombre tocaba el piano protegido más por la sombra que por la luz y a pocos metros de él, bailaban los clientes, parejas de enamorados, al son de lo que el pianista interpretaba. 

Viéndolo, Gabo supo que de no haber sido escritor, le habría gustado ser ese pianista que escondía su rostro y sólo tocaba para que los enamorados se amaran más. El que años más tarde sería galardonado con el Nobel de Literatura, a quien casi todo el mundo podía conocer y reconocer, pasó desapercibido en ese bar donde los únicos protagonistas eran los amantes y el pianista sin rostro ni nombre, y él, un mero espectador. Un desconocido más.

Les contaré otra anécdota. Hace tiempo fui al piso de un amigo al que hacía tiempo que no veía. Bebimos, reímos, nos contamos lo que no queríamos decir, callamos lo que sí, y sobre las dos, tres de la mañana, noche cerrada, nos sentamos en el alféizar de su ventana. A partir de ese momento, no hicieron falta las palabras. El vinilo había dejado de sonar. La botellas vacías estaban esparcidas por el suelo, y el cenicero, atiborrado de colillas. 

No hacía frío, pero tampoco calor. Afuera, sólo veía un desierto pavimentado con coches aparcados. Nadie subía, nadie bajaba. Y en los pisos de enfrente, detrás de las ventanas encendidas pensaba que podía haber otras parejas, jóvenes, adultas, ancianas; otros amigos, otras familias. 

Todo lo que me rodeaba era lejano, distante, frío, incluso el cielo estrellado. Todo, salvo él. A quien tenía cerca y podía sentir a pocos centímetros de mí. Nos miramos y sonreímos. “Estáis de foto”, dijo una voz que provenía del compañero de piso que acababa de entrar y al que ni siquiera habíamos oído llegar. 

Se quedó un rato ahí plantado, observándonos en la penumbra. Estudiándonos. Queriendo pasar desapercibido y, al mismo tiempo, seducido por lo que estaba viendo. 

Quería irse, no molestar, pero también quedarse y seguir mirando. Sentarse, esconder su rostro y tocar una pieza sólo para nosotros. Este compañero de piso, era el pianista que sin piano tocaba. 

Y nosotros, los amantes que sin bailar, bailaban, que sin tocarse se rozaban y sin querer se querían. Esa noche, supe que de no haber sido protagonista, hubiera querido ser la espectadora de la escena que representaba. Imagen de una fotografía jamás sacada.

Imagen de portada: Casablanca (Archivo)

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cia. Por Beatriz Duarte. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 31 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Vida/Emociones/Gabriel García Márquez/Anne Carson.

Científicos de la NASA proponen nueva teoría de por qué estamos solos: los extraterrestres se aniquilaron a sí mismos.

No hemos conocido la vida extraterrestre porque las sociedades inteligentes tienden a eliminarse a sí mismas, y la raza humana podría ser la siguiente, según afirman los científicos.

Sí deseas profundizar en esta entrada lee por favor adonde se encuentre escrito en color “azul”. Muchas gracias.

La teoría del «gran filtro» es también una posible respuesta a la «paradoja de Fermi».

Si se siguen los cálculos lógicos como los realizados por el Dr. Frank Drake –quien desarrolló a partir de principios de la década de 1960 la ecuación de Drake, que intenta cuantificar el número de formas de vida inteligentes que podrían descubrirse– y si se tiene en cuenta que se calcula que hay entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas y al menos 100.000 millones de planetas en nuestra galaxia, las pruebas de vida deberían existir en abundancia, y sin embargo, en la práctica, no hemos producido ninguna afirmación clara de nada más allá de nuestro propio planeta. Por lo que muchos se preguntan: ¿dónde están todos los extraterrestres? 

Así, durante décadas, son muchos los científicos que han querido descifrar este enigma, conocido también como la «paradoja de Fermi» –basada en las reflexiones hechas en 1950 por el físico italiano ganador del Premio Nobel Enrico Fermi–, la cual se pregunta por qué no ha habido señales de vida extraterrestre.

Ahora, en un artículo que parece más una llamada a la acción a la humanidad, dos científicos de la NASA, junto con otros investigadores, han presentado una explicación desgarradora de por qué no hemos conocido todavía ninguna otra forma de vida inteligente.

Teoría del «gran filtro»

El equipo de científicos del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA de CalTech ha abordado la cuestión en nuevo artículo publicado en el servidor de preimpresión ArXiv, aún no revisado por pares, analizando la previa teoría del «gran filtro», que postula que las antiguas civilizaciones alienígenas podrían haberse autoeliminado, o «filtrado» a sí mismas, antes de tener alguna posibilidad de establecer contacto con la humanidad.

Entre otras, las civilizaciones extraterrestres podrían haberse extinguido lentamente debido a las catástrofes climáticas de sus planetas, por lo que, antes de llegar a nosotros, los extraterrestres se habrían ya autodestruido.

La teoría propuesta por los científicos de la NASA no es la única a la que ha llegado a una conclusión similar. A mediados de este año, los astrobiólogos Michael Wong, de la Institución Carnegie para la Ciencia, y Stuart Bartlett, del Instituto Tecnológico de California propusieron una solución similar a la paradoja de Fermi, como reportó DW anteriormente. No obstante, el presente estudio presenta nuevas perspectivas, entre otras, en cuanto a los niveles de riesgo.

La «solución más inquietante de la paradoja de Fermi»

En el nuevo artículo, los científicos hacen un ejercicio de autorreflexión sobre la humanidad y advierten que el filtro «tiene el potencial de erradicar la vida tal y como la conocemos, especialmente porque nuestro ritmo de progreso está directamente correlacionado con la gravedad de nuestra caída», en lo que denominan la «solución más inquietante de la paradoja de Fermi».

«Postulamos que una catástrofe existencial puede estar al acecho a medida que nuestra sociedad avanza exponencialmente hacia la exploración espacial, actuando como el gran filtro: un fenómeno que aniquila a las civilizaciones antes de que puedan encontrarse entre sí, lo que puede explicar el silencio cósmico», se lee en la introducción del artículo.

«Esto indica un período necesario de introspección, seguido de los refinamientos apropiados para enfocar adecuadamente nuestro predicamento, y abordar los desafíos y métodos en los que podemos ser capaces de mitigar el riesgo para la humanidad y los casi nueve millones de otras especies en la Tierra».

El informe, que aún no ha sido revisado por pares, menciona peligros como el ataque de asteroides, la guerra nuclear, las pandemias, el cambio climático y la inteligencia artificial.

El informe, que aún no ha sido revisado por pares, menciona peligros como el ataque de asteroides, la guerra nuclear, las pandemias, el cambio climático y la inteligencia artificial.

Los investigadores consideraron como modelo la historia de guerras, enfermedades y degradación medioambiental de la humanidad. E infirieron: si otras civilizaciones se parecieran mínimamente a la nuestra, tendrían un conjunto de disfunciones intrínsecas que, por tanto, «se convertirían rápidamente en el gran filtro» y harían imposible un futuro contacto interplanetario.

Solución para superar el «gran filtro»

Así, en su artículo, el equipo sugiere que pasar con éxito este gran filtro para convertirnos en una especie interestelar depende de que nos tomemos el tiempo necesario para darnos cuenta de dónde estamos ahora y de las amenazas apocalípticas a las que nos enfrentamos, como la guerra nuclear a gran escala, los patógenos naturales y los diseñados, la inteligencia artificial (IA), los impactos de asteroides y el cambio climático. 

«La clave para que la humanidad atraviese con éxito ese filtro universal es… identificar los atributos [destructivos] en nosotros mismos y neutralizarlos de antemano», prosiguen los autores.

El documento identifica además los niveles de riesgo que cada uno de ellos plantea actualmente, así como lo que se necesitaría para superarlos con el fin de pasar el gran filtro. En última instancia, el equipo cree que para superar estos considerables obstáculos para superar los filtros que nos esperan, la humanidad debe comprometerse a pensar más a largo plazo. 

Convertirse en una civilización de Tipo 1

Haciendo referencia a la escala del astrofísico ruso Nikolai Kardashev de 1964, que evalúa una civilización en función de su capacidad para aprovechar la energía del cosmos, los investigadores consideran que parte de esto sería comprometerse con el objetivo de convertirse en una civilización de Tipo 1, que pueda aprovechar toda la energía disponible en nuestro planeta desde nuestra estrella anfitriona.

«Poner nuestras miras en convertirnos en una civilización de Tipo I de Kardashev, quizás alcanzable en poco más del tiempo que se tardó en pasar desde las primeras máquinas prácticas de vapor hasta el presente, sería un «salto gigantesco para la humanidad» en la dirección correcta», aseguran. 

«Alcanzar el estatus de Tipo I prácticamente aseguraría que cualquier gran filtro ha sido superado con éxito, desplegando un futuro casi ilimitado para la humanidad», concluyen.

La teoría del «gran filtro» fue propuesta por primera vez en 1998 por Robin Hanson, economista de la Universidad George Mason. En un ensayo de entonces, escribió que «el hecho de que nuestro universo parezca básicamente muerto sugiere que es muy, muy difícil que surja vida avanzada, explosiva y duradera».

Hanson sugirió que muchas civilizaciones extraterrestres podrían haber evolucionado hasta un punto en el que no disponían de la tecnología necesaria para expandirse fuera del mundo, por lo que no habrían sobrevivido.

Imagen de portada: Kiyoshi Takahashi Segundo/PantherMedia IMAGO.FUENTE RESPONSABLE: Made for Minds. Editado por Felipe Espinosa Wang. 17 de noviembre 2022.

Sociedad/NASA/Extraterrestres/Paradoja de Fermi/Gran Filtro/Vida/ Espacio/Cosmos.

 

«Cuando se pasaron los síntomas de abstinencia, fue muy liberador»: cómo logré abandonar las redes sociales.

Cuando Gayle Macdonald alcanzó una cumbre en la cordillera de Sierra Nevada en España a principios de este año, no solo se detuvo para disfrutar del momento.

Esta mujer de 45 años hizo también lo que muchas personas harían: buscó el mejor lugar para tomarse una selfie para sus cuentas de redes sociales. Gayle incluso admite que se acercó peligrosamente al borde mientras lo hacía.

Fue después de ese momento, por el cual fue reprendida por su esposo, que decidió dejar las redes sociales.

«Pensé, ‘esto tiene que terminar'», recuerda Gayle, una expatriada británica que vive cerca de la ciudad española de Granada. «Tomar una foto fue lo primero que pensé cuando salí del auto».

«Pensar todo el tiempo en crear contenido y preocuparme por qué decir ocupaba demasiado espacio mental y me deprimía».

Una semana después, publicó en Facebook e Instagram que dejaría las plataformas. «Fue increíble cómo fue mi publicación con más me gusta en Instagram. Todos comentaban ‘Ojalá pudiera hacer eso’ y ‘eres tan valiente'».

Como dejar el alcohol

Gayle, quien trabaja como life coach (o entrenadora para la vida), especializada en ayudar a personas a dejar de beber, descubrió que pasaba alrededor de 11 horas a la semana, en promedio, en las redes sociales.

Ella dice que la idea de dejar las aplicaciones le resultó mucho más aterradora que, de hecho, dejarlas.

Facebook

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. Facebook ha tenido que informar de un descenso de sus usuarios activos.

«Una vez que pasó la abstinencia inicial, ya no tuve deseos», dice. «Fue bastante liberador. Ahora tengo más de seis meses de sobriedad en las redes sociales y he recuperado algo de esa sensación de libertad y paz que experimenté cuando dejé el alcohol».

Adicción

Muchos de nosotros dedicamos una gran parte de nuestro tiempo a las redes sociales. Un estudio global en julio estimó que la persona promedio pasa dos horas y 29 minutos por día en este tipo de aplicaciones y sitios web. Eso es cinco minutos más que un año antes.

Mientras que algunas personas pueden pensar que este es un mal hábito que deberían eliminar, para otras es una adicción real que necesitan ayuda para superar.

UK Addiction Treatment (UKAT), una organización que dirige centros en Reino Unido para tratar la adicción a las redes sociales, dice que ha visto un aumento del 5% en el número de personas que buscan ayuda para el problema en los últimos tres años.

«Sin duda, la sociedad ha desarrollado una fuerte dependencia de las redes sociales e internet en general desde la pandemia», explica Nuno Albuquerque, consejero de UKAT.

Una mayor conciencia de estas preocupaciones ha llevado a que más personas como Gayle abandonen las redes sociales, o al menos pasen menos tiempo en ellas. Y los proveedores se están dando cuenta.

Hombre tomando una foto de su comida para subir a las redes.

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES. Hay quienes publicitan cada cosa que hacen en las redes.

A principios de este año, el propietario de Facebook, Meta, informó que su número de usuarios activos diarios había disminuido por primera vez en su historia. Mientras tanto, un informe interno de Twitter filtrado el mes pasado decía que sus usuarios anteriormente más activos ahora tuiteaban menos. Twitter no negó la exactitud de la filtración.

Incluso el nuevo propietario de Twitter, el empresario multimillonario Elon Musk, especuló a principios de este año: «¿Twitter se está muriendo?» Y en los últimos días, su toma de control ha resultado en que algunas celebridades de Hollywood digan que abandonarán la plataforma, descontentas con las opiniones de Musk sobre la libertad de expresión y los planes para el servicio.

Libros, no redes

Pero volviendo al mundo real, ¿cuáles son las otras razones por las que las personas abandonan las redes sociales?

La emprendedora Urvashi Agarwal dejó Instagram anteriormente en 2014, pero eso solo duró alrededor de un año. En agosto de este año borró su cuenta personal por segunda vez y está convencida de que esta vez no habrá vuelta atrás.

«Definitivamente se he terminado para mí», dice la fundadora de la marca británica de bolsitas de té JP’s Originals, que vive en Londres.

Urvashi Agarwal

FUENTE DE LA IMAGEN – URVASHI AGARWAL. Urvashi Agarwal está decidida a abandonar Instagram para siempre.

«Cien por ciento. No solo es perder mucho tiempo, sino que parece que hay cada vez menos privacidad en el mundo. Todo lo que haces está constantemente ahí fuera».

Urvashi ya no usa Twitter ni Facebook, y lo encuentra liberador. «Me encanta. Ahora leo 15 páginas de un libro todas las noches».

Conciencia del tiempo perdido

Hilda Burke, psicoterapeuta y autora de «The Phone Addiction Workbook» (Libro de trabajo sobre la adicción al celular), dice que ahora hay una conciencia más generalizada sobre cuánto tiempo «desperdicia» la gente en las plataformas de redes sociales.

«Esto ahora es fácilmente cuantificable, ya que la mayoría de los teléfonos te muestran el desglose de cómo pasas tu tiempo en línea», dice.

«Ver cómo se suma todo puede servir como una poderosa llamada de atención. Muchos de mis clientes han expresado una correlación entre el uso intensivo de las redes sociales y la falta de sueño y el aumento de la ansiedad».

Ella aconseja que las personas que abandonan las redes sociales deben informar a todos sus amigos, para que no sigan tratando de contactarlos a través de los sitios. «Ofrece otras formas de ponerse en contacto… tal vez una llamada telefónica a la antigua podría ser mejor para la relación en ausencia de los mensajes directos».

Kashmir, quien se negó a dar su apellido, es una ejecutiva de relaciones públicas de 27 años de Rochester, Kent, Reino Unido. Dejó Instagram hace 10 meses, y anteriormente también se alejó de Snapchat.

«El principal impulsor fue mi salud mental», dice. «Hay mucha presión para estar a la altura de lo que hacen otras personas, lo cual no es realmente representativo o la realidad de esa persona».

Kashmir

Kashmir dice que su salud mental ha mejorado desde que dejó las redes sociales.

«Por la noche me quedaba mirando el teléfono y luego dormía mal, y me despertaba sin sentirme renovada. Ahora no estoy haciendo comparaciones en mi vida cotidiana, y realmente no sé qué están haciendo las celebridades».

«(El haber dejado las redes) me permite estar más presente, firme y comprometida con las decisiones que tomo en lugar de dejarme influenciar».

Kashmir agrega que no estar en Instagram y Snapchat no afecta su trabajo de relaciones públicas, y que todavía usa LinkedIn si alguna vez busca un nuevo trabajo.

«La vida es más que las redes»

Nuno Albuquerque, de UKAT, dice que las redes sociales pueden ser adictivas por muchas razones, la principal es que es una forma de escapismo, especialmente para la generación más joven.

«Es simplemente una forma de conectarse sin conexión, y para muchos es es algo que te da seguridad las 24 horas del día, 7 días a la semana Pero la adicción se alimenta del aislamiento, y si alguien pasa más tiempo viviendo en línea que en el momento, naturalmente se aislará y esto puede volverse una adicción».

Joven tomándose un selfie

FUENTE DE LA IMAGEN – GETTY IMAGES¿Cuántos selfies a la semana publicas en las redes?

Él ve con buenos ojos el hecho de que más personas estén abandonando las redes sociales. «Es probable que eventualmente comencemos a darnos cuenta del daño que puede causar en nuestras relaciones, salud mental y nuestra experiencia de los momentos del mundo real».

Entretanto en España, Gayle Macdonald dice que es más feliz sin las redes sociales. «Es tan liberador sentarse y tomar una taza de té sin preocuparse por la imagen, el pie de foto y si debe ser o no una historia, un reel o una publicación. Realmente la vida es más que eso».

Imagen de portada: IAIN MACDONALD. Gayle Macdonald dice que ahora se da cuenta de que hay «más en la vida» que publicar en las redes sociales.

FUENTE RESPONSABLE: Suzanne Bearne; Periodista de Tecnología de los Negocios. 8 de noviembre 2022.

Sociedad y Cultura/Redes sociales/Adicción/Salud/Vida.

 

 

Despertar e inventar en la adolescencia.

Qué puede aportar el psicoanálisis hoy.

El encuentro de un adolescente con un psicoanalista podría generar las condiciones propicias para darle crédito a su palabra y posibilitar las condiciones para inventar un modo singular de tramitar el despertar de las pulsiones.

En el libro Despertar e inventar en la adolescencia ubico la subjetividad y los síntomas contemporáneos ligados a las coordenadas de época.

«El síntoma surge en referencia al discurso predominante en un momento determinado, varía según la coyuntura en que aparezca y muta en función de cómo sea abordado terapéuticamente. En ese sentido, está “decidido por lo social y varía según los dispositivos de dominio”[1], uno de los cuales son las terapias y las concepciones de salud y de enfermedad.»[2]

Describo lo nuevo de las subjetividades de los adolescentes en la época actual, es decir, bajo la égida del capitalismo, diferenciándolo de la época freudiana.

Para ello recurro al desarrollo lacaniano del “Pseudo Discurso Capitalista” en contrapunto al “Discurso del Amo”clásico.[3]

A principios del siglo pasado, bajo la incidencia de una ley (encarnada en la figura paterna portadora del Ideal, es decir, las coordenadas edípicas) los síntomas surgían como aquello que intentaba transgredir lo prohibido, lo pulsional que escapaba a la censura, “el retorno de lo reprimido”.

Los jóvenes intentaban liberarse de la opresión encarnada en figuras de autoridad: padres, profesores, instituciones,etc. Ejemplo de esto serían: el movimiento hippie, la militancia política, el amor libre, etc.

Hoy día, lejos estamos de esas determinaciones.

Bajo las coordenadas del Discurso Capitalista hay una caducidad de la ley, una caída de los ideales, así como de las figuras de autoridad y en su lugar hay instauración de contratos y un empuje al goce. Con un rechazo de toda determinación que provenga del Otro y una promoción de la individualidad (autodeterminación, reinvención, autogestión, autoayuda, merito individual, autosuperación, etc.) cada individuo se fabrica su propio nombre, su identidad y su modo de satisfacción sin direccionalidad a los otros.

“Hay una coalescencia de cada uno con su objeto de consumo”[4] y cada uno arma un “ser” según lo que consume: “consumo cocaína/ soy cocainómano”, “consumo ansiolíticos, soy TOC”, “consumo Youtube, soy youtuber”, lo que da lugar a identidades cristalizadas que no cuestionan al sujeto, que prescinden de la determinación del otro y que dan cuenta de una nueva continuidad entre el sujeto y el objeto. El sujeto mismo, a la vez que es consumidor, se torna objeto de consumo.

Así, lo que interpela al adolescente contemporáneo ya no es liberarse de las ataduras del Otro, ni desligarse de los mandatos familiares, o rebelarse de la opresión social, ya que el joven se presenta desamarrado de toda autoridad, sin referencias a ideales y “sin vergüenza”[5] ni ataduras y con un empuje pulsional a lo ilimitado: a gozar más, consumir más, intervenir sobre el cuerpo, sobre la naturaleza. 

O sea, ante la caída de los ideales y la labilidad de la figura del Otro como orientación que marca lo prohibido y así orienta lo permitido en el despertar sexual, hoy vemos que hay una promoción del goce y una deriva o desorientación en el deseo.

El neoliberalismo confronta al sujeto con una oferta de satisfacción infinita y “pret a porter”. Esta oferta/empuje tiene efectos distintos de las clásicas neurosis de la época freudiana en la que el cuerpo aparecía erogeneizado y recortado simbólicamente y los síntomas estaban íntimamente articulados a un Otro; hoy día, predomina la afectación del cuerpo en su totalidad, perdiéndose la dimensión de enigma que los síntomas portaban antes : consumos múltiples e ilimitados, tedio y aburrimiento, violencias inmotivadas, desorientación generalizada, intervenciones sobre los cuerpos, identidades rígidas, falta de deseo, dificultad del surgimiento del sentimiento amoroso, cansancio, ataques de pánico, etc.

Interrogo no sólo acerca del lado “sintomático” de las coordenadas actuales, sino en su estatuto de costumbres y modas contemporáneas,“pinceladas de actualidad”[6]: la pornografía y la sexualidad postpornográfica, la mercantilización de los cuerpos, la precariedad laboral, los efectos de la tecnología en la vida cotidiana, la objetalización del sujeto, etc.

Hago un recorrido por algunos fenómenos actuales: youtubers, influencers, cross play, sugar baby, uso cotidiano de psicofármacos, paranoia generalizada, suicidios en streaming, Hikikomori, Burn out, multitasking, etc.

Finalmente cuestiono la actualidad del psicoanálisis: «así como los síntomas han cambiado, también el quehacer del psicoanalista ha mutado con los cambios sociales y subjetivos”.

Y planteo: ¿Qué puede aportar el psicoanálisis hoy?

Propongo algunas respuestas orientadoras:

En una época en que prima el mundo ficcionalizado y digitalizado, imbuidos entre los medios de (des)información y la oferta permanente de consumos, “el papel que el psicoanálisis debe sostener no permite ambigüedad: le toca recordar lo real, que es lo que Lacan indicó para terminar.[7]

Ubicaré en un análisis, intervenciones que apuntan a “poner un palo en la rueda” a la espiral “perfecta”, homogeneizante e ilimitada del capitalismo, tal como lo describiera Lacan.

“La posición del psicoanalista tendrá que ver con alojar ese resto que producen las coordenadas actuales que es el sujeto en su estatuto de objeto.”[8]

Frente el descrédito de la palabra y la promoción de la imagen homogeneizante y una incitación a la acción, en un psicoanálisis con un adolescente se tratará de brindar el espacio y tiempo para que cada joven pueda tomar la palabra y encontrar su singularidad.

Donde hay prisa, introducir una pausa, “reinventar el tiempo”[9] como contrapunto del empuje a vivir en un eterno presente hiperactivo de inmediatez”[10]; donde hay certezas introducir preguntas, donde hay consumos, habilitar el vacío, donde hay descrédito, “hacer creer en el síntoma”[11], donde hay identidades rígidas, introducir alguna pregunta que permita hacer circular aquello petrificado, donde hay goce, re-introducir la dimensión del amor y el deseo, donde hay búsqueda de performance, de rendimiento, habilitar algo de poesía en el decir, donde se promueve la mostración y la “transparencia”, habilitar la opacidad, donde está el efecto adormecedor de los medios y el consumo, promover un despertar; donde prima el “todo es posible”, sostener el lugar de lo imposible.

El encuentro de un adolescente con un psicoanalista podría generar las condiciones propicias para darle crédito a la palabra de cada joven y posibilitar las condiciones para inventar un modo singular de tramitar el despertar de las pulsiones, sin quedar alienado a los mandatos de su época y lugar.

Que surja una invención que posibilite al joven vivir sin quedar alienado al consumo y/o a convertirse él mismo en un objeto consumible.

Verónica Berenstein es psicoanalista y psiquiatra.

Notas:

[1] Miller, J.-A., S(x), Matemas II, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1990, Pág. 171.

[2] Berenstein, V: Despertar e inventar en la adolescencia. Ed Grama, Bs As, 2022. Pág21.

[3]Lacan, J: “Seminario XVII: El reverso del psicoanálisis”.

[4]Berenstein, V: Despertar e inventar en la adolescencia. Ed Grama, Bs As, 2022. Pág. 39.

[5]Lacan, J: “Seminario XVII: El reverso del psicoanálisis”.

[6]Berenstein,V: Despertar e inventar en la adolescencia. Ed Grama, Bs As, 2022. Pág. 91

[7]Laurent, E. y Miller, J.-A., El Otro que no existe y sus comités de ética, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 15.

[8]Berenstein, V: Despertar e inventar en la adolescencia. Ed Grama, Bs As, 2022

9 y 10 Ansermet, F., “Todo junto, todo al mismo tiempo”, en Incidencias clínicas de la carencia paterna. ¿Cómo se analiza hoy?, G. Battista y M. A. Negro (comps.), Grama ediciones, Buenos Aires, 2019.

[11]Laurent, E., “La sociedad del síntoma”, Revista Lacaniana de Psicoanálisis nº 2, eol, Buenos Aires, 2004, p. 113.

Imagen de portada: Gentileza de Página 12.

FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Por Verónica Berenstein. 29 de septiembre 2022.

Sociedad/Adolescencia/Individualismo/Objetivos/Comunicación/

Relaciones interpersonales/Vida/Salud.

Días de vino y rosas

Es posible que lo primero en lo que piensen al leer el título de este texto sea en la película homónima que dirigió Blake Edwards estrenada en 1963 y protagonizada por un serio y ebrio Jack Lemmon y por Lee Remick. 

Sin embargo, ¿recuerdan la secuencia exacta en que se cita el poema que hace referencia al rótulo del film y sobre el cual Edwards se inspiró para crear semejante obra? En caso de no recordarlo, no hay problema. Permítanme refrescarles la memoria. La pareja formada por Joe Clay (Lemmon) y Kirsten Arnesen (Remick), que previamente ha cenado en un restaurante, deambula de madrugada por las calles de la ciudad. 

Intercambian impresiones, sensaciones, se van conociendo poco a poco y se gustan cada vez más. Sus pasos, guiados por la inercia del momento y el entendimiento, se detienen en lo que se intuye una bahía y ambos se apoyan en la barandilla mientras observan el agua bajo sus pies. A cierta distancia. Sus rostros, claroscuros, se iluminan y ensombrecen por el reflejo centelleante de las olas. 

Joe, absorto e hipnotizado por el suave olaje, afirma: “El tiempo no existe en el océano”. Y antes de tirar la botella de licor que acaba de apurar, dice: “Te encomiendo a lo profundo”. Ambos contemplan el viaje del frasco vacío, cómo choca contra el agua. Cómo flota. Cómo baila. Joe y Kirsten, codo con codo, apoyan sus respectivas barbillas sobre sus manos. 

Y entonces ella enuncia los versos que el poeta británico Ernest Dowson, tímido, melancólico, bohemio, simbolista y alcohólico adicto a la absenta, compuso en 1896 basándose en una de las citas de Horacio que dice: “La breve duración de la vida nos prohíbe albergar esperanzas largas”. 

E invocando al antiguo poeta latino, Dowson rememora viejos tormentos motivados por los espectros de amigos y amores del pasado. Soñados, tenidos, perdidos. Y llega a la conclusión, echando la vista atrás, de que: «No duran mucho, el llanto y la risa, / el amor y el deseo y el odio; / Creo que en nosotros no queda rastro de ellos / una vez cruzamos la puerta. / No duran mucho, los días de vino y rosas: / surgiendo de un sueño brumoso, / nuestro sendero aparece un instante; luego se cierra / dentro del sueño». 

Asociando ambas impresiones, la dificultad de albergar grandes ilusiones y el sueño brumoso, ligero y liviano que es la mera existencia, pienso una vez más en lo que Pandora logró guardar a tiempo y en lo que se nos ha recordado casi con excesiva insistencia: la esperanza es lo último que se pierde en esta vida. 

Incluso cuando creemos haberla perdido, la seguimos albergando. Aunque no nos engañemos, la afirmamos y la negamos continuamente. Quizá, por lo poco que nos dura.

La esperanza, como la vida, es en efecto efímera. Ambas, instantáneas que no sabemos en qué carpeta del desván de nuestra memoria guardar porque sabemos que, pase lo que pase, al final todo se desvanecerá. «De la vida me acuerdo, pero dónde está», se preguntaría Gil de Biedma. 

¿Dónde está la vida? ¿Dónde estamos nosotros, dónde nuestro rastro? A lo que Faulkner respondería meditando «porque dejamos tan poco rastro, ¿verdad que sí? Nacemos, probamos una cosa y, sin saber muy bien por qué somos los únicos que lo intentan, seguimos esforzándonos. 

El caso es que nacemos al mismo tiempo que otra mucha gente, todos enmarañados, todos queriendo e intentando mover los brazos y las piernas, pero sin conseguirlo porque los hilos que nos unen se han enredado, como si cinco o seis personas intentaran tejer una alfombra en el mismo bastidor, cada cual con el propósito de bordar su propio dibujo».

Llegados a este punto, resulta desalentador asumir que el mismo sueño, niebla o viento que nos trae, nos llevará de vuelta. Un viento del este, además, como aquel que tan bien le describió Sherlock a Watson. Que será frío y amargo, y que puede marchitarnos. 

Un viento que ya ha empezado a dejar rastro, que palpita y sacude los continentes. Y fíjense. Fíjense cómo serán de fuertes estos vientos del este, que hasta nos dejan huérfanos aquellos que más necesitamos; quienes más nos animaban y nos devolvían esa esperanza de la que todo el mundo habla.

Piensen en las recientes pérdidas. En Marías, Godard o la Reina Isabel II si quieren. Pero sobre todo piensen en las pérdidas que les han tocado de cerca. 

En esos desconocidos a ojos del mundo y sin embargo imprescindibles, báculos de su día a día que, por una razón u otra, se han desvanecido.

Qué ironía esta de la vida que, cuanto más nos muestra la fecha de caducidad, más nos disponemos a exprimirla. Pues no queremos aceptar la realidad y aun aceptándola, nos decimos que vamos a cambiar. ¡Claro que sí!

Sentimos de repente cómo se nos hincha y arde el pecho a causa del impulso titánico que nos anima a salir fuera y combatir. ¿Contra qué? Ni idea. ¿Quién lo sabe? El caso es volver a empezar. Empezar a vivir. Decir en su momento lo que no nos atrevimos a decir. Tomar la decisión correcta, esa que sabíamos era la acertada desde el principio y aun así, por miedo o inseguridad, escogimos la contraria.

No obstante, a partir de ahora esto no se dará nunca más. No, porque nos hemos liado la manta a la cabeza como Lawrence de Arabia y nos hemos puesto en la piel de Clare Bayes, el personaje de Marías que no se hacía al tiempo por mucho que se esforzase, y vivía, en consecuencia, intensamente con tal de eternizar o perpetuar su existencia. ¿Funcionará el experimento? 

Veremos. Tenemos tiempo de sobra para intentarlo, nos aseguramos. O nos engañamos. Pero ¿dónde están? ¿En qué consisten por tanto esos Días de vino y rosas? ¿O qué los convierten en lo que son?, me pregunto intentando hallar una respuesta.

Y al final me digo que esos días, hechos del tejido de nuestras propias fibras, ligadas a su vez a la alfombra vital que es ensoñación, prueba y teatro; obra de arte, al fin y al cabo, son aquellos en los que, sin saber cómo, vencimos a Cronos y encontramos el perfecto equilibrio —entiendo— entre Dionisio y Apolo

Días de júbilo, gozo y éxtasis; de nuevos descubrimientos, amantes y amigos, pero también de desdicha, zozobra y nostalgia, como tan bien nos muestra Edwards en su cinta o Dowson en su poesía. Convivimos por y para esos días; nos hacemos a ellos y ellos, a su vez, nos moldean y construyen a nosotros para que, en última instancia, tomemos una determinación: crear nuevos o tener presente los ya expirados.

Imagen de portada: Joe Clay (Lemmon) y Kirsten Arnesen (Remick) en Días de vino y rosas.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Beatriz Duarte. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 27 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Literatura/Filosofía/Vida.

Cioran: Reír en las fauces del abismo.

El pensador rumano no fue un pesimista al modo en que lo fueron Arthur Schopenhauer, Philipp Mainländer y otros. Más bien, sus ojos nos invitan a mirar a los del abismo, frente a frente, y a aceptar que la vida no tiene más razón que su propio desenvolvimiento y que nos entregamos a ella con pasión, sin esperas vacuas.

En uno de sus textos menos leídos y más desconocidos, Ventana a la nada, el pensador rumano Emil Cioran (1911-1995) escribió un inolvidable y contundente aforismo que resume, con espléndida claridad, el núcleo de sus convicciones: «Todo lo que en nosotros es grande tiende a vencer el dolor. Pero solo en la medida en que no lo conseguimos –en que continuamos el combate– somos verdaderamente grandes». 

Cioran cifraba así nuestra existencia en una suerte de heroísmo trágico que consiste en dar un gran sí a la vida… a pesar de todo y de todos. A pesar de la aflicción y del desconsuelo, a pesar del sufrimiento y de cualquier circunstancia onerosa: siempre en y desde el seno del abismo del sinsentido.

La obra de Cioran ha sido catalogada de pesimista e irreverente, e incluso ha sido tildado en numerosas ocasiones –erróneamente– de un defensor acérrimo del suicidio. Sin embargo, si leemos con atención cada uno de sus enriquecedores libros, encontramos a un autor comprometido, ante todo, con el análisis y vivencia de los más insoslayables e indescifrables enigmas humanos: la finitud y la muerte, la trascendencia y la espiritualidad, la tristeza y la desesperanza o el tormento de la conciencia y la angustia frente a lo pasado y ante lo porvenir, sensaciones y sentimientos que contrarrestó mediante el poder salvífico de la música y del paseo o a través de la potencia balsámica de la ironía y el humor. 

Todo ello para intentar ahondar en lo que él mismo denominó «el fondo originario de la vida».

Cioran no fue un pesimista al modo en que lo fueron Arthur Schopenhauer, Philipp Mainländer, Eduard von Hartmann, Julius Bahnsen o, acercándonos más a nuestros días, Albert Caraco o el antinatalista David Benatar. 

El propio Cioran confesó en numerosas entrevistas que no se consideraba un pensador pesimista, sino más bien un pensador del sinsentido, de lo irreal, de lo que no tiene fundamento ni justificación. La vida carece de base ontológico-metafísica sobre la que erigirse; la vida es su puro desarrollo experiencial y cada uno de nosotros, individuos sujetos a todo tipo de avatares, debemos experimentarla en extrema (y a veces dolorosa) soledad. 

«¡Cuánta soledad es necesaria para tener un espíritu! ¡Cuánta muerte en vida y cuántos fuegos íntimos!», apuntó.

«Si leemos con inteligencia a Cioran, aparece como un extravagante optimista: ¿cómo, si no, atravesado desde muy joven por dolientes infiernos podría haber sobrevivido?»

 

En su primer libro publicado, En las cumbres de la desesperación (1934), Cioran nos invita a practicar un curioso modo de vida: la «pasión del absurdo».

A pesar de los sinsabores, múltiples y variados, con los que la existencia nos pone a prueba, siempre queda una razón para seguir adelante. Y esa razón es… la sinrazón: precisamente, que «no existen argumentos para vivir». Cioran nos entrega desnudos a la vida, sin caparazón metafísico ni convicciones trascendentes, y asegura que únicamente es posible continuar si abrazamos el absurdo, «amando la inutilidad absoluta», porque «a quien en la vida lo ha perdido todo, solo le queda la pasión del absurdo».

Un autor pesimista nunca hablaría en estos términos. De hecho, si leemos con inteligencia a Cioran, aparece como un extravagante optimista. 

¿Cómo, si no, atravesado desde muy joven por los dolientes infiernos del insomnio y la melancolía, por la conflictiva relación con su madre, por el desprecio de la academia, por su conciencia de inutilidad, por las envidias y los rencores…, cómo, si no, podría haber sobrevivido? Cioran apeló a nuestra fuerza heroica, a la que llamó «el método de la agonía».

Nunca defendió el suicidio, pero sí «la visión salvífica de la muerte». El autor rumano se refería, con clarividente y socarrona ironía, a este hecho: «Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera; sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado». 

O también: «El deseo de morir fue mi única preocupación; renuncié a todo por él, incluso a la muerte». La vida se gana en su plena y portentosa asunción, en su inquebrantable afirmación. El pensamiento de Cioran nos transmite una lucidez que no atemoriza, sino que sosiega y nos hace reposar en la certeza de que, en la vida, nada se resuelve: ¿necesitamos alguna otra certidumbre?

Toleramos la vida porque la muerte siempre es una posibilidad, una visión que nos conduce a una «transfiguración cósmica, esencial». Cuando quedamos perplejos ante las contrariedades de la existencia, caemos en la cuenta, desfondados, de que la propia vida es el material con el que se forja una «fuerza demoníaca» (en tanto que irresistible) que nos impulsa a mantenernos con vida. 

«Vivir sin el sentimiento de la muerte es vivir la dulce inconsciencia del hombre ordinario, que se comporta como si la muerte no constituyera una presencia eterna e inquietante», defendió en su primer libro. Y es que «desembarazarse de la vida es privarse de la satisfacción de reírse de ella».

Cioran mira a los ojos al abismo, frente a frente, y lo acepta, le da carta de normalidad en su cotidianidad. Ser conscientes del sinsentido significa «estar más allá de la posibilidad de las lágrimas y de los lamentos, más allá de cualquier categoría o forma». 

Cioran se burla de quien pretende explicarlo todo mediante fórmulas categoriales o teóricas que intentan clasificar la existencia como si se tratara de un problema algebraico. La vida no se deja encerrar en fórmulas. Se trata, por tanto, de desarrollar un sano «heroísmo de resistencia», no de conquista. No consiste en una resignación estoica ante lo inevitable, sino en el reconocimiento de la falta de fundamento o de razón última de la existencia. Y a pesar de este «pesado pensamiento», seguir sin miramientos.

Cuando se ha entendido que la vida no tiene más razón que su propio desenvolvimiento, su propio transcurrir, nos entregamos a ella con pasión, sin esperas vacuas o melifluas creencias. 

El auténtico heroísmo consiste en atreverse a vivir sin esperanza, sin promesas de eternidad o plenitud, con la conciencia de que todo está perdido y que, justamente por ello, merece la pena reafirmarse, con humor, en el seno mismo del sinsentido. 

«Cuando se aprende a beber en las fuentes del Vacío, se deja de temer el futuro», anotó Cioran en Silogismos de la amargura. En una entrevista, ya en sus últimos años, le preguntaron por qué seguía viviendo si la existencia, para él, carecía de sentido. Contestó, calmado y con amabilidad, que, aunque durante toda su vida se sintió muy solo, nunca se le ocurriría abandonar a «los humanos, mis compañeros de pesadilla».

En este punto, el pensamiento de Cioran se convierte en un humanismo que nos hermana en el sufrimiento, en el centro mismo del dolor existencial. 

Todos nuestros miedos individuales están ligados a través de la cadena infinita de generaciones que, igual que nosotros, también han padecido y han temido a la muerte y a los estragos de la vida. Por eso, aunque vivamos en soledad nuestros padecimientos, aunque algunos de nuestros dolores sean incomunicables, siempre nos cabe la posibilidad de entender el dolor del otro.

Cuando comprendemos que soledad y sufrimiento son el destino del ser humano, comienza a instituirse una comunidad que trata de «vencer la nada de lo temporal».

Pocas líneas tan hermosas se han escrito en la historia del pensamiento occidental como estas que leemos en el Breviario pasional de Cioran. Son para enmarcar y leer, a modo de letanía, cada mañana: «En su inmensidad, espantado huye el hombre de sí mismo, en busca de vecinos que compartan su espanto. Cada individuo es un compañero de desconsuelo». Porque, anota el autor rumano, nos estrechamos la mano para caminar juntos «por complicidad entre dos soledades».

Frente a los melosos mensajes con los que nos intenta manipular emocionalmente la actual tiranía del éxito y la felicidad («alcanzarás lo que te propongas», «cree y lo conseguirás», Cioran aseguró que lo que realmente nos mantiene vivos y proyectados al futuro son nuestros huecos y carencias, nuestra falta de fondo, nuestra conciencia de seres abismales, de seres incompletos en pugna con lo absurdo. 

Y «a pesar de todo, continuamos amando; y ese a pesar de todo cubre un infinito», señaló Cioran en los Silogismos de la amargura.

Qué bello pensamiento para, a pesar de todo y de todos, continuar. Perseverar. Con heroísmo agónico, sabedores de nuestra derrota… porque no hay nada que ganar ni que conquistar, salvo quizá la conciencia de nuestra derrota y, entonces, mirándonos a los ojos, decirnos, como también dijo Cioran: «Sosegarme en tu lágrima y tú en la mía».

Imagen de portada: Emil Cioran (Ilustración)

FUENTE RESPONSABLE: Ethic. Por Carlos Javier González Serrano. 26 de septiembre 2022

Sociedad y Cultura/Filosofía/Vida/Muerte.

 

 

 

 

El lado salvaje de Janis Joplin en la Copacabana de 1970 en estas raras fotografías.

«Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver» es la premonitoria frase que dijo James Dean y que pudo aplicarse después a un buen puñado de talentosos iconos que nos destrozaron el corazón el día que decidieron dejarnos su legado a una edad demasiado temprana.

Amy Winehouse, Kurt Cobain, Jim Morrison y Jimi Hendrix forman parte del triste Club de los 27, cuyos componentes tienen en común ser genios y genias que marcaron un antes y un después en la cultura pop con sus aportaciones artísticas y, sobre todo, haber muerto a los 27 años.

La salvaje y carismática Janis Joplin también es integrante de este desafortunado grupo. Nacida en Texas en 1943, se convirtió en uno de los referentes del rock y el blues a nivel mundial por el desgarro, la ira y la pasión con las que escupía sus canciones.

Su garganta y su voz heridas no solo eran el producto de un talento inconmensurable, eran también la consecuencia de una vida llena de excesos y tristeza. Heroinómana, bisexual o alcohólica fueron adjetivos que definieron a la estrella durante su corta vida.

Considerada por la crítica especializada como una de las mejores y más influyentes artistas de todos los tiempos y la primera mujer estrella del rock and roll, sus discos se encuentran entre los más vendidos de la historia de la industria musical.

Entre los escandalosos episodios que Joplin protagonizó, se encuentra ese en el que la revista brasileña Trip publicó por primera vez las fotos perdidas de Janis en topless en Copacabana, Río de Janeiro, en el verano de 1970.

Prácticamente desconocida en Brasil, la cantante aterrizó en Río de Janeiro para divertirse durante el carnaval, tomar el sol y alejarse de la heroína, que por entonces era difícil de encontrar en América del Sur.

La deseada redención no funcionó bien, ya que Janis bebía como una loca, tenía sexo en la playa, cantaba en burdeles y estuvo a punto de ir a la cárcel en varias ocasiones.

Era difícil dejar atrás un pasado lleno de whisky, hierba, anfetaminas, ácido, tabaco, vodka, cocaína, metadona, heroína y cualquier cosa que la hiciera perder la cabeza y desarrollar su creatividad.

Su personalidad arrolladora, a menudo contrastaba con un discurso que revelaba vulnerabilidad y sufrimiento. Solía ​​rasgarse la ropa en el escenario y contaba que, después de «hacer el amor” con mil personas en un espectáculo, volvía a su habitación a dormir sola.

Las imágenes de Joplin en Brasil son del fotógrafo Ricky Ferreira, que en su momento, declaró: «Ella sabía que era un genio. Podía estar drogada, pero era consciente de su papel como artista, sabía que era maravillosa. Pero tenía un lado depresivo, baja autoestima.

Fue rechazada en Port Arthur, Texas, donde nació, porque solo salía con músicos, la mayoría negros. Era frágil, vivía angustiada y deprimida. Tuvo momentos felices en los que reía como una niña pequeña, pero tuvo una vida dura».

Ocho meses después de llegar a Río de Janeiro y que su esencia salvaje fuera capturada en este reportaje, Janis falleció y no solo entró en ese club que ya hemos mencionado anteriormente, entró en nuestras almas conectando con ese perdedor y esa perdedora que siente absoluta devoción por ella y su manera de entender lo jodida que es la existencia traduciéndola a música inolvidable.

Imagen de portada: Janis Joplin

FUENTE RESPONSABLE: Cultura Inquieta. Por Luiki Alonso. 8 de agosto 2022.

Sociedad y Cultura/Música/Cultura Pop/Psicología/Excesos

 

Sobre dos libros sapienciales.

El habla del silencio

Los viernes nos encontramos con María Domínguez en el Náutico, el parador de playa. Desde sus ventanas puede verse el mar, el oleaje se va apaciguando después de la última sudestada. 

Esta tarde María me trae un libro prometido, el que escribió con Juan Forn y que Juan no alcanzó a ver. 

Debo admitirlo, cuando uno está ante un libro escrito por dos trata de discernir qué del texto pertenece a uno o a otro. En este caso no es sencillo, y menos considerando que María es librera y también una lectora nómade en sus gustos, que no cesa de sorprender con sus hallazgos. 

A veces me pregunto si este don suyo procede de sus estudios de arqueología. Tal vez la respuesta está en una conjugación de las dos prácticas complementarias con un mismo objetivo: salvar cosas del paso del tiempo, que no se pierdan. Otro dato no menor: María es una poeta reservada, cautelosa, que escarba en el lenguaje de la pérdida: “Después de nadar mar adentro/ ibas hasta la rompiente / buscando el impulso que te saque a la orilla. / Entraste en la ola / seguiste la curva/ y saliste del mundo”, escribe. Hay un silencio irreductible en estos versos. Es así: “Un silencio denso / cae sobre las cosas”. 

Y ese silencio remite al libro que escribieron juntos. Al silencio, justamente, se refiere “Nieblita del Yí”.

“Discutimos mucho cada palabra, cada frase”, se acuerda María. Y se ríe de sí misma: “Yo no soy japonesa, / soy geselina”, ha escrito en un poema. Y volviendo al libro, cuenta: “Juan era obsesivo. Y yo terca. Pero nos reíamos mucho. Sonaba oriental Yí, pero era guaraní. Quiere decir río fuerte, duro. Y nombra un río uruguayo que nace cerca del Chato, cerca de la cuchilla grande de Durazno”.

“Nieblita del Yí”, fue ilustrado con delicadeza cromática por Teresita Olhaberry. 

Ella y su compañero, el escritor Pablo Franco, ambos editores del sello La Flor Azul, andaban un domingo curioseando por la feria de Tristán Narvaja en Montevideo. 

En una librería de usados detectaron la novela “La tierra purpúrea” (1885) de William Henry Hudson en traducción de Idea Vilariño. Es sabido, Hudson, un naturalista argentino extrapolado en Gran Bretaña, fundador de la primera gran biblioteca ornitológica de Sudamérica, mantuvo amistad y correspondencia con Joseph Conrad y Ford Madox Ford. 

En sus cartas les confiaba el deslumbre por este sur y sus historias. De la seducción que destila “La tierra purpúrea” Borges diría que es una obra primordial del criollismo y uno de los pocos libros felices sobre la tierra.

Entusiasmados con el texto de Hudson, Pablo, Teresita, María y Juan eligieron adaptar uno de sus tramos en versión para “chicos”, y las comillas, en este caso, no son gratuitas: “Nieblita del Yí”, con su encantamiento, funciona como infantil, pero trasciende el género y opera como cuestionamiento a la relación que mantenemos los adultos normalizados con la naturaleza que suele resultar distante.

Al terminar una guerra, un veterano de la guerra entre blancos y colorados de la Banda Oriental, llega a un rancho donde viven una vieja y una nena. La nena está triste: no tiene amigos ni tampoco le han contado nunca un cuento.

Relato dentro del relato, el veterano le narra a la nena la historia de Alma, una nena que debía su tristeza a no poder hablar con el paisaje brumoso del río y su fauna. Una mujer de piel negra surge de la niebla del Yí. Si quiere hablar con la naturaleza, le dice, debe clavarse una aguja en la lengua. Contra las reticencias del lector desprevenido, Alma empieza a comunicarse con unos perros, una zorra, un pato. Y hasta puede escuchar la conversación de los árboles.

Que la humanidad está aturdida no es ninguna novedad. El lingüista Noam Chomsky, a sus noventa y pico, no se cansa de criticar el capitalismo. 

Y si no se le presta atención no se debe sólo al tronar de las bombas y misiles de los dieciséis conflictos bélicos que aterran el planeta, el fragor de los incendios, y los desastres de las políticas extractivas. 

La alienación y la voracidad consumista explican esta sordera. Y “Nieblita del Yí” parece sugerirnos la exigencia de un silencio respetuoso ante la naturaleza y escuchar qué nos está diciendo.

El otro libro que esta tarde trae María al Náutico es el “Tao Te Ching” de Lao Tse en versión de Ursula Le Guin. La primera vez que Le Guin vio el libro era una nena como la protagonista del cuento de Hudson. 

Se trataba de una edición de 1898 y contenía grabados y caracteres chinos en la cubierta. Era un objeto venerable y misterioso. Su padre lo leía a menudo y tomaba notas. Más tarde le confió a la hija que le gustaría que algunos pasajes fueran leídos en su funeral.

Es cierto que el Tao ha sido interpretado como un manual para gobernantes, pero esto sería limitar su alcance. 

Desde hace más de dos mil quinientos años el Tao se las ha ingeniado para transformarse, además de en pilar de la filosofía budista, material de consulta de más de un pensador occidental que encontró aquí claves para orientarse en momentos de crisis extremas, tanto colectivas como personales.

Su espíritu atrajo tanto al refinado grupo de Bloomsbury como al marxista Bertolt Brecht, quien escribió el poema “Leyenda sobre el origen del libro Tao Te King, dictado por Lao Tse en el camino de la emigración”.

 

Escribe Brecht: “A los setenta años, ya acabado/ el maestro sintió un ansia de paz. / Moría la bondad en el país/ y se iba haciendo fuerte la maldad.” La resonancia con el presente no es casual. La injusticia se enseñoreaba en su tierra. “Juntó unas cosas necesarias. / pocas. Pero algo más tenía que llevar. / La pipa que fumaba cada noche. / El libro que leía a todas horas. / Algo de pan blanco”. Lao Tse y su guía caminan cuatro días. Un aduanero los detiene, les pregunta qué traen de valor. “Nada”, le contesta el viejo. El guía le explica al aduanero que el viejo es un maestro, que enseña que “el agua blanda termina por vencer la piedra”. 

El aduanero les ofrece entonces parar en su casa a cambio de sus enseñanzas volcadas con tinta en papel. Durante siete días, el maestro le dicta al guía las 81 sentencias que componen el libro legendario, tan breve como conciso. La última se refiere a la aparición de lo esencial, y Le Guin la traduce como “Lo verdadero”: “Las palabras verdaderas no son gratas, / las palabras gratas no son verdaderas. / Las buenas personas no son obstinadas, / las personas que son obstinadas no son buenas. / Las personas sabias no son eruditas, / las personas eruditas no son sabias. / Las almas sabias no acumulan, / cuanto más hacen por otros más poseen, / cuanto más dan a otros más ricos se vuelven. / El camino del cielo beneficia sin destruir. / Actuar sin competir / es el camino de los sabios”.

María se vuelve a la librería. Y yo me vuelvo a la cabaña con los libros. Lo único que sé es que acá en el bosque, donde escribo estas reflexiones, si a esta hora del anochecer uno guarda silencio, además del susurro de la brisa pueden escucharse unos pájaros tenues que le dan la bienvenida a la oscuridad y se despiden hasta mañana.

Imagen de portada: Ilustración de Teresita Olhaberry

FUENTE RESPONSABLE: Página 12. Buenos Aires.Argentina. Por Guillermo Saccomanno. Mayo 2022

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