El Libro de Thoth: ¿una enciclopedia de saberes o un método de tarot para los antiguos egipcios?

El libro contenía unas enseñanzas y secretos sobre otros mundos extraterrestres y civilizaciones terrestres avanzadas y desaparecidas.

El mundo de lo fantástico se alimenta a menudo de mitos incomprobables que algunos autores aficionados a lo oculto y las conspiraciones dan por buenos porque sirve para conclusiones predeterminadas. Todo tiene una base que entienden real, algunas menciones en textos antiguos o referencias en obras de personas fallecidas siglos atrás. Desde siempre se ha hablado de libros desaparecidos, prohibidos u ocultos, contenedores de enseñanzas extraordinarias. 

Uno de los casos más significativos es el Libro de Thoth. Según los defensores de su existencia se trataba de unos papiros egipcios, o de una civilización pre-egipcia, que contenían unas enseñanzas y secretos sobre otros mundos extraterrestres y civilizaciones terrestres avanzadas y desaparecidas. Si se llegara a descubrir algún ejemplar perdido, la ciencia que contendría mejoraría notablemente la vida de los humanos.

Según los defensores de su realidad histórica, el libro contenía unos conocimientos extraordinarios que hacía a sus poseedores poderosos en grado sumo. 

Y, según los mismos, el desprecio hacia su existencia por parte de la arqueología académica es una venganza contra otra arqueología diletante que entiende que la civilización egipcia es mucho más antigua que lo que cuentan las Universidades y que pudo tener un origen extraterrestre. 

Estas doctrinas sobre alienígenas ancestrales cuentan actualmente con muchos seguidores y llena las páginas de revistas sobre el tema y programas de televisión. Como son meras hipótesis, no se pueden atacar sus argumentos con métodos racionales. Y siempre queda la duda general sobre posible vida en otros planetas.

El mito en torno al libro

El libro, como todos los secretos herméticos que concedían poderes sobrenaturales, se ha perdido. Pero nos asombra la cantidad de datos que se dan sobre él que, con toda probabilidad, se trata de fabulaciones y mixtificaciones. Como todo lo relacionado con el ocultismo, resulta atractivo como la mejor ficción. 

A Thoth nos lo presentan como un ser extraterrestre, con cabeza de animal, que enseñó a los humanos conocimientos científicos avanzados y desarrollos técnicos impensables hoy día. Fue uno de esos impulsores míticos del desarrollo, el transmisor de conocimientos que marcaron el progreso de la humanidad. La ruptura con la evolución pausada en los descubrimientos humanos. 

El libro pudo ser copiado en numerosas ocasiones, unas con fidelidad y otras con errores voluntarios para no transmitir su contenido a los no iniciados. Algunos conocedores de lo desconocido sitúan un ejemplar en la Biblioteca de Alejandría y resultó quemado en alguno de los incendios que sufrió. Otros piensan que alguna secta hermética conserva un ejemplar pero procura no transmitirlo por los efectos desfavorables que podrían tener su uso por un mal gobernante que se hiciera con el poder mundial.

Bajorrelieve de Thoth (Dyehuty en egipcio) en el templo de Luxor

La mención a este escrito aparece en el papiro de Turis y en la estela de Metternich. No hay más datos hasta que en el siglo XV se dieron por buenas algunas fantasías sobre su existencia hechas por autores que nunca vieron tal libro. Por tanto, para algunos ventajistas de la especulación intelectual, la mera mención supone la existencia. Sobre el contenido la fabulación es inmensa. Las sociedades secretas que poseían algún ejemplar o fragmentos del él, trataban de ocultarlo y cuando algún brujo o alquimista declaraba poseerlo, moría inmediatamente y sus pertenencias desaparecían. Los que mencionaban su posesión eran quemados por la Inquisición. Consecuentemente, algunos de los defensores de la existencia concluían que hay una conspiración de poderosos que tratan de evitar la aparición de sabiduría antigua que puede trastocar el sistema de dominio mundial actual, aunque les gustaría poseerlo para fortalecer su posición.

Pudo haber sido uno más de los muchos libros de magia que no contenían poderes sino ilusiones y fraudes

El mito de este libro antiguo, desaparecido, compendio de saberes ocultos que otorgan poderes sobrenaturales es, en realidad, la metáfora de muchos anhelos y aspiraciones humanas. La sola mención de un libro en estelas egipcias no significa que haya existido, pudo haberse recogido una simple leyenda. Y, en el supuesto de su existencia, y dado el desconocimiento absoluto sobre su contenido, pudo haber sido uno más de los muchos libros de magia que no contenían poderes sino ilusiones y fraudes. De hecho, se le toma como origen de un método de tarot que ha tenido éxito entre los creyentes de estas adivinaciones.

Detrás del mito está la aspiración humana al conocimiento automático de saberes extraordinarios.

Además del innegable atractivo que tienen los misterios y el gusto por las lecturas fantásticas, detrás del mito está la aspiración humana al conocimiento automático de saberes extraordinarios que curen, transformen o hagan desaparecer cosas o personas de manera inmediata y sin esfuerzo. Que se hagan realidad los superpoderes de los superhéroes.

La negación del método científico y del esfuerzo continuado durante años o siglos para llegar a descubrimientos que transformen la técnica y hagan que el hombre invente métodos y máquinas que mejoren la existencia en la Tierra. 

Frente a este gran trabajo no siempre exitoso, el estudio tedioso, largo y lento y muchas veces erróneos, los hombres sueñan con una sencilla fórmula que permita lo mismo pero con un simple deseo, con la transmisión mental de una orden, con un chasquido de dedos. 

La suprema magia al servicio de quien consiguiera los libros mágicos o la transmisión telepática de potencias otorgadas por seres extraterrestres o sobrenaturales. Por un lado, la ingenua aspiración de mejorar la vida de los hombres en un instante; por otro, el culto a la pereza porque lo mejor ya está escrito aunque oculto y no es necesario trabajar para llegar a las mismas conclusiones.

Imagen de portada: Akhenatón y Nefertiti (dcha.) junto con sus tres hijas. Reina Nefertiti y Akhenatón.

FUENTE RESPONSABLE: El Debate. Por Antonio M. Carrasco. 4 de marzo 2023.

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Aún hay que luchar.

Dice el mito que Perséfone, hija de la diosa Deméter, fue secuestrada por Hades, el dios de los muertos y el inframundo. Mientras la buscaba, su madre descuidó de tal modo sus deberes —bajo su mando se encontraban la vida, la agricultura y la fertilidad— que la tierra se heló y la gente comenzó a pasar hambre; fue así, y no de otro modo, como nació el invierno. 

Las cosas no retomaron su curso natural hasta que Deméter y Perséfone se reencontraron, dando lugar a la primavera, pero la joven no podía permanecer siempre en el mundo terrenal: durante su cautiverio, había comido unas semillas de su captor, y todo el mundo sabe que quienes ingieren los alimentos de los difuntos no pueden regresar al reino de los vivos. 

Como las deidades del Olimpo eran razonables y civilizadas, se llegó a un acuerdo que, más o menos, satisfizo a todas las partes: Perséfone permanecería con Hades durante un tercio del año, aquél que a partir de entonces daría lugar a los meses invernales —los griegos de entonces no concedían entidad propia al otoño, por lo que sólo contaban tres estaciones— y pasaría el resto con su madre, estableciendo de ese modo el ciclo por el cual la tierra desfallecería durante un tiempo para renacer más tarde. 

En un momento muy concreto de toda esta historia, cuando aún trataba de encontrar a su hija, Deméter se detuvo a descansar en Eleusis y enseñó allí a Triptólemo, hijo del rey Céleo, los secretos de la agricultura para que los compartiera con todos los habitantes de Grecia. 

De esas enseñanzas nacieron los misterios eleusinos, el rito de iniciación más importante de cuantos se llevaban a cabo en aquel lugar y en aquel tiempo. 

La antigua Eleusis se ha convertido con el transcurrir de la historia en la moderna Elefsina, y queda como testigo del pasado un yacimiento arqueológico que impresiona por sus dimensiones y la riqueza que esconden sus múltiples e insospechados recodos, pero también por el modo en que contrasta con el paisaje urbano que conforma la ciudad de la que emergió. 

La ruptura es tan agresiva que cualquiera creería que la historia se quedó aquí en suspenso, que en un determinado instante la Eleusis de los mitos dejó de existir y que sólo al cabo de los siglos surgió en el mismo lugar otro asentamiento totalmente distinto y ajeno a la idiosincrasia embrionaria del lugar, como si el enclave se hubiese olvidado de sí mismo y sólo mantuviera en la raíz etimológica un recordatorio o un vestigio de su vida anterior. 

«¿A qué van a Elefsina?», nos pregunta el taxista cuando le indicamos la dirección a la que debemos acudir, y hay en su pregunta sorpresa e incredulidad, porque no es habitual que se acerquen los visitantes hasta esas calles impersonales, que se asoman sin embargo al mismo mar que alumbró la cultura occidental desde los diques del Pireo. 

Elefsina es ahora, o lo fue hasta hace poco, una pequeña localidad industrial que ha visto su identidad anulada de tal modo que casi se la puede considerar un mero suburbio de la conurbación ateniense. 

El progreso se abrió paso aquí a costa del olvido. Los edificios son anodinos y los parques carecen de gracia. Los polígonos industriales han tomado el relevo de las antiguas ágoras. 

Desde el paseo marítimo, en el atardecer, se aprecian a lo lejos las luces de la inmensa refinería, que toma el testigo de los viejos faros para anunciar a los navegantes la proximidad de su destino. Viene al caso aquella célebre paradoja de Teseo: una cosa puede transformarse en otra muy distinta, pero seguirá siendo la misma siempre y cuando la memoria haga su trabajo. 

Sólo un recuerdo remoto y vago emparenta la antigua Eleusis con la moderna Elefsina. El contraste impacta, pero no debería resultar extraño. También nosotros tendemos a creer que somos los que hemos sido siempre cuando, en realidad, nunca hemos sido exactamente los mismos.

Una llamada perdida

Vengo a despedirme de la Acrópolis y tomo asiento en unas pequeñas rocas que se alinean frente a la fachada oriental del Partenón. 

Quiero concentrarme en lo que observo, pero mi cabeza emprende un viaje por su cuenta y me transporta algunas décadas atrás, a la época en que yo andaba por los diecisiete años y estudiaba el COU. Mi instituto se encontraba en un palacio barroco que había experimentado varias reformas a lo largo de los siglos, pero conservaba, entre otros rasgos de su estructura original, un claustro de regusto clasicista en torno al cual se distribuían los pasillos y las aulas. 

Entre éstas, había una que se dedicaba de manera casi exclusiva a acoger las clases de Historia del Arte. 

Se encontraba en la planta baja de una de las alas del patio: era un espacio estrecho y lóbrego, muy adecuado si se tiene en cuenta que pasábamos la mayor parte del tiempo viendo en vídeos y diapositivas lo que, de manera mucho más plúmbea, se describía en nuestro libro de texto. 

El profesor era uno de esos huesos a los que tiene que enfrentarse cualquier estudiante para poner a prueba su capacidad de resistencia. Lo llamábamos siempre por su apellido, Montila, y la mera pronunciación de esas tres sílabas suponía invocar una autoridad bajo la cual todos nos sentíamos entre acorralados e indefensos. 

Ejercía de jefe de estudios y ya había tenido algún encontronazo con él antes de convertirme en su alumno —en el segundo curso del BUP nos sorprendió a unos cuantos pirando la clase de Religión, y más de una bronca me echó en algún recreo por alguna trastada—, así que no me alegré demasiado cuando supe que lo iba a tener de profesor. 

Contra todo pronóstico, en las clases se reveló como un hombre cultísimo, ameno y lúcido. Su elocuencia erudita se combinaba con un sentido del humor que desmentía o matizaba las solemnidades retóricas a las que era tan aficionado y nos convertía en cómplices de unas sesiones en las que prevalecía un distanciamiento teñido de respeto —jamás nos trataba de tú, siempre de usted—, pero también un raro mejunje dialéctico que combinaba la paciencia y la malicia con la sabiduría de quien conoce el método para aleccionar a sus discípulos sin que se vean apabullados por la trascendencia del hallazgo. 

Me contagió su pasión por dos hitos insoslayables de la antigüedad clásica —la Acrópolis de Atenas y el Panteón de Agripa— y acogía con una condescendencia divertida las ocurrencias que de vez en cuando nos atrevíamos a plantarle en los exámenes. 

Una vez dibujé una caricatura suya algo burlesca que se me cayó de la libreta en plena clase —nunca he sido bueno para las conspiraciones— y, aunque me valió una de esas riñas que uno no olvida por mucho que lo intente, luego supe que la andaba enseñando orgulloso en la sala de profesores. Contra todo pronóstico, terminamos cultivando algo parecido a una amistad: me fui a estudiar a Salamanca, pero procuraba verlo siempre que volvía de visita, y era habitual que nos citáramos en algún momento del verano. 

Le regalé ejemplares de mis primeros libros y me consta que alguna vez se interesó por el rumbo de mi vida cuando daba con algún conocido común. Lo vi por última vez hace algunos años, antes de que irrumpiera la pandemia, y lo noté envejecido, pero aún conservaba esa agilidad mental con la que sacaba punta a la menudencia más insospechada. 

Ha pasado un cuarto de siglo desde que dejé de ser su alumno y me doy cuenta, en esta mañana ateniense, de que guardo su número de teléfono. Lo busco en la agenda del móvil y llamo simplemente para decirle que en este preciso momento tengo delante el Partenón y me estoy acordando mucho de él. 

Tras unos segundos, suena una voz femenina, metálica, ominosa: «El número marcado no corresponde a ningún usuario». Incrédulo, pulso el botón otra vez más, y otra, y recibo la misma respuesta. A mis pies, Atenas refulge bajo el sol de invierno, esplendorosa e impávida, pero cuando salgo de la Acrópolis se viene conmigo la sensación de que algo se me ha apagado dentro.

Viejos principios

El día se ha despertado enrabietado. 

Unas nubes plomizas cubren el cielo y comienzan a desangrarse en una suave lluvia que se va enojando poco a poco y se terminará convirtiendo en aguanieve cuando tomemos el taxi que nos conducirá hasta el aeropuerto. 

Tenemos que rendir una última visita antes de abandonar Atenas y el paseo nos lleva hasta la colina vecina de la Acrópolis. Aguarda en su ladera la oquedad que una vez fue la prisión donde estuvo encerrado Sócrates, pero nuestro destino se encuentra unos metros más arriba. 

Se trata del lugar donde el venerable Solón, un poeta y legislador al que se considera uno de los siete sabios de Grecia, quiso reunir a los ciudadanos atenienses para que desde allí debatieran los asuntos que concernieran tanto a la convivencia dentro de la polis como a las relaciones que ésta mantendría con los territorios vecinos. El Pnyx es ahora un parque público por cuyos senderos corretean los perros libremente y en el que es fácil encontrarse con atenienses madrugadores, aunque el tiempo no acompañe. 

La plataforma de piedra sobre la que pronunciaron sus discursos Alcibíades o Pericles se muestra como si tal cosa en una vuelta del camino, ajena al estremecimiento que inspiran su pared rocosa y la perspectiva de la ciudad que ofrece su tribuna. 

Un escalofrío amable recorre mi columna vertebral cuando pienso que en este preciso punto del mapa se inventó lo que denominamos democracia. Que aquí comenzaron a nacer los principios que, tras muchos trompicones, nos han convertido en lo que somos, ésos que algunos intentan siempre descabalar a toda costa, los mismos por los que, tantos siglos después, aún hay que luchar.

Imagen de portada: Partenón de Atenas; Grecia.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Miguel Barrero. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 14 de febrero 2023.

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La Excalibur de Montesiepi

En la Toscana italiana hay una espada clavada en una piedra, como la célebre de la saga artúrica: su leyenda, un mito del cristianismo, esconde varios enigmas desde hace casi un milenio.

La mitología germánica y nórdica está marcada por la espada y los caballeros que la empuñan rodeados por un halo de misticismo. Esto queda recogido, por ejemplo, en el «Cantar de los Nibelungos», un poema épico, del siglo XIII, comparable al «Cantar de Mio Cid» o el «Canto de Roldán». El texto contiene 2.400 estrofas y 39 cantos. Sus protagonistas son Sigfrido, Gunther, Brunilda, Hagen, o Krimilda. En esta narración se inspiró Richard Wagner para componer su tetralogía «El Anillo de los Nibelungos». Por su parte, el mito artúrico nos presenta a un caudillo britanorromano que defendió Gran Bretaña contra los sajones en el siglo VI. La primera vez que apareció esta historia fue en «Historia Regum Britanniae», crónica pseudohistórica, de Godofredo de Monmouth, entre los años 1130 y 1136. Sin embargo, el que añadió elementos de leyenda fue Chrétien de Troyes. Dentro del mito arturiano tenemos los Caballeros de la Mesa Redonda, Perceval, el Santo Grial, la Dama del Lago o Excalibur, la mitológica espada que Arturo extrajo de una piedra. De toda aquella leyenda surgieron personajes wagnerianos como Parsifal y Lohengrin, y el romance de Lancelot y Ginebra que se convirtió en «Tristán e Isolda».

Todas estas leyendas y fábulas se retroalimentaron entre sí durante la Edad Media. Sin embargo, cualquier mitología tiene un origen y, muchas veces, se basan en una realidad. En esta ocasión hablaremos de una espada, clavada en una roca, que está localizada en el eremitorio Rotonda de Montesiepi, en Chiusdino, en la Toscana italiana. Aquella espada perteneció a Galgano Guidotti, conocido como San Galgano, que vivió entre el 1148 al 1181. El Papa Lucio III lo canonizó en 1185.

La cruz y una cabaña

¿Por qué hay una espada clavada en una piedra? Para contestar a la pregunta nos tenemos que referir a una leyenda. Según esta, el Arcángel San Miguel se le apareció a Galgano Guidotti. 

Ante tal experiencia, abandonó su vida y empezó a predicar por los alrededores de Siena. Su familia estaba ligada, por vasallaje, a los obispos de Volterra, señores feudales de Chiusdino. Se dice que sus padres, Guido y Dionisia, deseaban tanto tener un hijo que se lo pidieron a San Miguel. La historia dice que, cuando vino al mundo, descuidaron su educación cristiana y tuvo una juventud tempestuosa, plagada de pasiones y vicios.

Aquel cambio en su vida sorprendió a la familia. La madre quería casarlo con un muchacha de Civitella, llamada Polixena. Dice la leyenda que el día de Navidad de 1180, cansado de todo y de todos, se montó en su caballo y se marchó de su casa. Otra parte de la historia dice que aquel día fue a conocer a su prometida. Poco después de partir el caballo se paró y no había manera de hacerlo caminar. Galgano Guidotti le pidió a Dios que lo condujera a un lugar donde pudiera encontrar la paz espiritual. El caballo arrancó y se detuvo en la colina de Montesiepi. Otra historia explica que paró bruscamente en Montesiepi, se puso de rodillas y lo tiró al suelo. Como consecuencia de la caída quedó inconsciente.

De nuevo se le apareció el Arcángel San Miguel. En aquella ocasión lo llevó ante los doce apóstoles y Jesús. Estos le pidieron que allí levantara una ermita. Galgano Guidotti volvió de la inconsciencia. En ese momento sacó su espada y la clavó en una piedra. Así la trasformó en una cruz. Allí construyó una especie de cabaña. Esa sería la ermita que le pidieron. Se retiró a esa cabaña, vivió en silencio, en penitencia y oración, hasta su muerte. Con varios monjes de San Salvatore di Giugnano creó una nueva orden religiosa, con la aprobación del Papa Alejandro III. Sobre aquella vieja cabaña se construyó una capilla y, con los años, una abadía conocida como San Galgano. Hoy en día solamente se conservan los muros de la misma.

Es uno de los principales patronos de Siena. Inició su canonización, en 1185, el Papa Lucio. Se cree, aunque no hay datos, que su causa la finalizó Urbano III o Gregorio VIII. 

La espada en cuestión, a lo largo de los años, ha sido sometida a diferentes estudios. Todos ellos han concluido datarla en el siglo XII. También la espada está completa en el interior de la piedra. Un análisis hecho con radar reveló que debajo de la piedra hay una cavidad de 2×1 metros que se cree es la tumba de San Galgano, aunque no se ha podido acceder a ella.

Imagen de portada: La Excalibur de Montesiepi WikipeDia

FUENTE RESPONSABLE: La Razón. España. Por César Alcalá. 31 de enero 2023.

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La extraña forma de presentar a los bebés recién nacidos que tenían en la Antigua Grecia.

Los griegos comenzaban las celebraciones con las fiestas Anfidromias, ya que los nacimientos eran increíblemente importantes e incluso trataban a los niños como dioses.

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El mundo, tal y como lo conocemos, ha heredado una gran parte de las características, estilo de vida o cultura de la Edad Antigua. Tanto la época clásica de Grecia como la de Roma, dejaron costumbres que han llegado hasta nuestros días. Otras, aunque no se mantienen pero guardan relación, llamaban la atención y merece la pena recordarlas. Como es el caso de las fiestas Anfidromias, celebradas en la Antigua Grecia.

Estas celebraciones solamente son un ejemplo de que los hábitos y prácticas de la actualidad, por diferentes que sean, guardan una cierta conexión. Las Anfidromias tenían lugar para celebrar el nacimiento de un bebé, algo increíblemente importante para los antiguos griegos. En la religión griega, los niños eran considerados muy importantes por el simbolismo de pureza, e incluso tratados como dioses ya que el nacimiento se consideraba contrario a la muerte y eran los que, a priori, estaban más lejos de esta.

Mientras que hoy en día, un neonato es una bendición, trae dicha y alegría a la familia y conocidos, en la Antigua Grecia se preocupaban del futuro bebé desde que la madre sospechaba que podría estar embarazada.

Ilustres filósofos como Platón alentaba a las mujeres embarazadas a hacer ejercicio para que se facilitara el proceso de parto, mientras que Aristóteles sugería que debían comer adecuadamente. Y durante todo el embarazo, toda esa gente importante para la futura madre hacía un seguimiento de la preñez.

El día del nacimiento del bebé, solo estaba permitido que otras mujeres asistieran a la embarazada en el momento del parto. Nada de hombres, y ni siquiera el propio padre de la criatura podía estar presente. Por otro lado, el lugar en el que ocurría el parto era en el gineceo, un espacio de la casa reservado únicamente para las féminas, el cual solía ser el espacio más resguardado de la casa.

¿Qué eran las fiestas Anfidromias?

Hasta el quinto día, los bebés de la Antigua Grecia no eran mostrados al mundo. Para ello, se organizaban unas fiestas llamadas Anfidromias, a la que asistía toda la familia del recién nacido. En ella, el bebé era cargado en brazos de su padre, quien corría alrededor del fuego para mostrárselo a los invitados. Era en este momento cuando el neonato recibía el nombre, que de forma muy común, era el mismo nombre de su abuelo.

Poco después, algunas familias realizaban otra festividad, más distinta y formal. Solía llevarse a cabo por aquellas familias con mayor dinero, y se incluía un banquete y un sacrificio como motivo de celebración. Tras esta fiesta, tenía lugar la presentación oficial del bebé al resto de la sociedad, que coincidía con las fiestas de las Apaturias, celebradas una vez al año entre octubre y noviembre con motivo de honrar a las diosas Atenea o Afrodita, aunque en algunos casos, también se dice que eran dedicadas a Zeus y a Dioniso.

Era en el tercer día de estas festividades cuando se llevaba a cabo la presentación de todos los bebés de ese año. Esta ocasión, se aprovechaba también para registrar los nombres de los bebés ante la fratría, es decir, la agrupación social de la comunidad (lo que viene a ser el censo, como es llamado hoy en día).

Pero el género también era importante en el momento del nacimiento de los bebés. Los antiguos griegos alababan más a los bebés varones que a las hembras, ya que, según creían, los hombres tenían más facilidades de brindar una mayor estabilidad económica al hogar durante aquella época. Por otra parte, las nuevas niñas en ese mismo año no eran tan veneradas tras su nacimiento.

Imagen de portada: En la religión griega, los niños eran considerados muy importantes por el simbolismo de pureza, e incluso tratados como dioses ya que el nacimiento se consideraba contrario a la muerte FOTO: DREAMSTIME.

FUENTE RESPONSABLE: La Razón. España. Por Antonio Añover. 23 de agosto 2022.

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