MUJERIEGO Y SALVAJE; los excesos del actor insolente. 

Marlon Brando, un actor llamado deseo.

Fue un dios rudo y silvestre que imantaba la pantalla con una mirada arisca. Un tipo raro, huidizo, mujeriego hasta el exceso que conoció la gloria y el infierno. Apasionado; atormentado; convulso; difícil; antipático; apolíneo de joven y después abandonado y ajado, misántropo. Único: todos sus imitadores –que son muchos– han fracasado al intentar emularlo.

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En sus últimos años Marlon Brando fue un viejo encastillado en sus rarezas, huidizo de la luz, aprisionado en un corpachón de muchas arrobas en el que ya resultaba imposible rastrear los vestigios de aquel joven que incendió de lujuria y veneración las plateas. 

Pero, bajo la coraza de galápago que lo protegía de la curiosidad del mundo, anidaba aún la criatura sagrada. Quienes lo hayan visto transitar como una esfinge por alguna de las películas prescindibles que jalonan el último tramo de su carrera saben a lo que me refiero: no importa que su papel sea ridículo o inverosímil, no importa que lo interprete con desgana o hastío, su mera presencia provoca en la sala un cuchicheo sordo, apabullado, devoto. 

Y es que Brando sigue siendo –pese a sí mismo, pese a su empeño por convertirse en un remedo o parodia de lo que fue– la encarnación de una leyenda. Nunca otro antes que él hizo de la interpretación un escaparate de humanidad convulsa; nunca llegará otro -y sus imitadores se cuentan por millares- que recoja su herencia.

Escapar de casa.Su padre fue un hombre arisco y su madre –que no logró ser actriz– estaba destrozada por el alcohol. Brando se fue de casa a los 19 años. Aquí, con sus padres en 1950.

Sus biógrafos han querido rastrear en ese fondo de tormento que caracteriza sus mejores composiciones una infancia traumatizada por el amor a una madre alcohólica y el odio a un padre chulesco que nunca se tomó en serio su vocación. Marlon Brando nació en Omaha, Nebraska (EE.UU.), el 3 de abril de 1924; a los seis años se trasladó con su familia a Illinois, donde su padre compraría una granja que nunca iba a rendir beneficios. 

Fue un niño inhóspito, un adolescente tenebroso e insociable. Quería ser actor o no ser nada; en este propósito seguramente lo alentaba el deseo de desagraviar a la madre destrozada por el alcohol, que había pretendido sin suerte triunfar en la escena. En la primavera de 1943 se fugó a Nueva York, dispuesto a comerse el mundo a dentelladas. Era por entonces un joven reconcentrado en su mutismo, con algo de kamikaze o coleccionista desaprensivo de amantes; era, también, bello como un pecado mortal.

Era un joven reconcentrado en su mutismo y bello como un pecado mortal. Incendió de lujuria y veneración las plateas

Empieza a recibir clases de interpretación. Su profesora, Stella Adler, una mujer ya cuarentona con la que mantendrá una relación ambigua y edípica, descubrirá en él posibilidades incalculables. El atribulado Brando guarda dentro de sí la furia y la vulnerabilidad que caracterizan a los elegidos; cuando se mete en el pellejo de sus personajes, penetra en pasadizos que le están vedados al común de los actores. 

Y es que Brando no actúa; más bien se devora a sí mismo, en un ejercicio de feroz autofagia. Pronto empezará a conseguir papeles de cierto relieve, casi siempre asociados a un prototipo de brusca masculinidad, que él subvierte incorporándoles un trasfondo de melancolía. Formará parte de la primera promoción de alumnos del Actors Studio, junto a Montgomery Clift, Elli Wallach, o Shelley Winters; durante años, rechazará todas las ofertas que le llegan de Hollywood, labrándose una leyenda de actor huraño, esquivo, refractario a la fama.

Esquivo y huraño. Formó parte de la primera promoción de alumnos del Actor´s Studio, junto a Montgomery Clift, Elli Wallach, o Shelley Winters. Tardó años en decirle sí a Hollywood y se ganó fama de esquivo y huraño. En la foto en Salvaje, película de 1953.

En 1947 consigue el papel de Stanley Kowalski en la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo, arrebatándoselo a actores consagrados como Burt Lancaster o John Garfield; Elia Kazan, el director, no vacila en concedérselo cuando Brando acude a las pruebas enfundado en una camiseta resudada y en unos pantalones vaqueros que esculpen cada centímetro de su piel. 

El éxito de la obra pone a Broadway de rodillas; el Kowalski de Brando, bestial y ególatra, irradia un magnetismo sexual que nunca antes se había visto. Es la época en que Brando se aficiona a las mujeres de otras razas, negras y asiáticas, indias y gitanas, pisoteando las convenciones timoratas de la época. El escándalo lo aureola, el mito empieza a crecer sobre el hombre. En cada representación, Brando aprovecha un intervalo de veinte minutos en que su personaje no comparece en escena para follar desesperadamente con mujeres siempre distintas, siempre anónimas, siempre borrosas, que acuden a su camerino para participar de su divinidad, o siquiera de sus migajas.

Brando ha empezado a sufrir ataques de ansiedad y jaquecas que añaden trastorno a sus actuaciones. En 1949 accede por fin al reclamo de Hollywood; en su primera película, Hombres, de Fred Zinemann, interpretará a un mutilado de guerra en una silla de ruedas. Luego vendrán la versión cinematográfica de Un tranvía llamado deseo y ¡Viva Zapata!, ambas a las órdenes de Elia Kazan. Hollywood y el estrellato le repugnan; la misantropía será su cárcel y su refugio. 

Ha empezado a desarrollar un carácter masoquista y atrabiliario; en las películas, sus personajes soportan palizas rituales que tienen algo de penitencias consentidas. En La ley del silencio (1954) vuelve a trabajar con Kazan, ya estigmatizado por sus delaciones ante el Comité de Actividades Antiamericanas, pero en la plenitud de sus dotes artísticas: su composición de Terry Malloy, un boxeador con alma de cristal que denuncia a las mafias de Nueva York, empuja el arte interpretativo hacia finisterres nunca explorados. Ganará su primer Oscar, y la veneración del mundo. Pero le importa una mierda el reconocimiento de sus contemporáneos; su afán es inmolarse y redimirse cada vez que se pone ante la cámara.

El meollo del mito

Las vicisitudes de su biografía facilitan este designio. En 1954 muere su madre, a quien asistirá en el lecho de la agonía; cuando expire, cortará un mechón de sus cabellos, que guardará como amuleto. 

En 1955 se casa con Ana Kashfi, una muchacha nacida en Calcuta, de piel olivácea y ojos de gacela, en la que germina la semilla de la locura; juntos se despedazarán durante años, en una ceremonia de mutua depredación de la que sacará jugo la prensa. En noviembre de 1957, Truman Capote publicará en The New Yorker una entrevista con Brando que titula El duque de sus dominios; en ella, el actor se muestra sin caretas, desvalido y acosado por innumerables fantasmas; se trata de una soberbia pieza literaria que penetra en el meollo del mito, hasta pulsar la cuerda fragilissima de una humanidad que se pasea por el filo de la navaja.

Pasión en una choza. Se enamoró de Tarita Teriipaia durante el rodaje de Rebelión a bordo. Desataban su pasión encerrados en una choza para desesperación del director Carol Reed. Su matrimonio posterior fue tormentoso.

Brando se arroja con entusiasmo a las fauces de la autodestrucción. Dilapida un presupuesto de seis millones de dólares dirigiendo El rostro impenetrable, un western desquiciado y lírico que los gerifaltes de la Paramount destrozan en la sala de montaje. 

En 1960, ya divorciado de Ana Kashfi, se casa con Movita, una mexicana a la que ya había incorporado al sufrido elenco de sus amantes años atrás. En ese mismo año, durante el accidentado rodaje de Rebelión a bordo, se enamorará de una polinesia, Tarita, con la que vivirá un idilio caótico, encerrados en una choza, mientras un desesperado Carol Reed renuncia a la dirección de la película. En los diez años siguientes, insertará una sucesión de fracasos en la taquilla.

Obeso y desahuciado

A comienzos de los 70, Brando es un actor desahuciado que entretiene su decadencia participando en aventuras de activismo político. 

El cabello le ha comenzado a ralear; su cuerpo se rinde a la obesidad; de su rostro ha emigrado aquella belleza que conmovió al mundo. Un joven Francis Ford Coppola logra que los productores de El padrino le permitan realizar una prueba al ídolo caído. Entonces acontece el milagro: Brando recibe al cineasta en su mansión, ataviado con un ridículo kimono, panzudo y torpón, con una melena grimosa y entrecana que se desagua sobre los hombros. 

Cuando Coppola enciende la cámara, Brando recoge la melena en un moño y la tiñe con betún, se rellena los carrillos con kleenex, imposta una voz afónica y lastimada (ha decidido que su personaje convalece de un tiro en la garganta): Vito Corleone, el patriarca gangsteril, se hace carne ante los pasmados ojos de Coppola. Brando resurge de sus cenizas y escupe su genialidad. Cuando le concedan el segundo Oscar, no se molestará en recogerlo: enviará a la india Sacheen Littlefeather para denunciar el genocidio de su pueblo.

Un renacer de Oscar. Francis Ford Coppola se empeñó en hacer una prueba a Brando cuando era un ídolo caído. Lo visitó y el actor lo dejó boquiabierto al inventar él mismo a Vito Corleone, protagonista de El Padrino. Ganó el Oscar, pero no fue a recogerlo.

Bernardo Bertolucci completará la resurrección del ave fénix. En El último tango en París, Brando hará suyo un personaje nihilista que elige el sexo salvaje como metáfora de un suicidio interior. Ni siquiera se molestará en aprenderse los diálogos del guión: le bastará con levantar la tapadera que esconde sus demonios, ese amasijo de serpientes que anida en los sótanos de su memoria. La secuencia en la que evoca su pasado, fundiendo vida y personaje, y revive sus traumas infantiles, constituye uno de los instantes más sobrecogedores del cine.

Desde entonces, Brando ha guiado sus apariciones ante la cámara por razones estrictamente pecuniarias; de ahí que su filmografía de las últimas décadas –salvo excepciones como Apocalypse Now– la compongan películas sólo redimidas por su presencia. 

Este criterio errático no ha perjudicado, sin embargo, su leyenda, aderezada de episodios excéntricos, megalómanos y escabrosos. Recluido en su mansión de Mulholland Drive, Brando se convirtió  en un Minotauro que pasea por los laberintos de su soledad. Dormía en una cama gigantesca, bajo cuyo colchón guardaba una pistola cargada. A su prole, repartida entre muchas mujeres,  incorporó al parecer tres hijos más, fruto de una relación con su ama de llaves.

Tragedia. Christian Brando (hijo de Marlosn) mató de un disparo al novio de su medio hermana Cheyenne. El actor se arruinó en pagar su defensa. Su hijo acabó en prisión y su hija se suicidó.

En 1990, su primogénito Christian le descerrajó un tiro al amante de su hermanastra Cheyenne. Brando pagó una fianza de diez millones de dólares para dilatar el ingreso en prisión de su hijo; y compareció en silla de ruedas, estragado por la amargura y la obesidad, en el juicio que acabaría dictaminando su culpabilidad. Cinco años después, Cheyenne remataría la tragedia ahorcándose.

Un único momento de felicidad

En su autobiografía, que escribió para sufragar la fianza de su hijo, asegura que sólo ha saboreado una vez la felicidad. 

Fue una impresión efímera, apenas un espejismo de los sentidos. Había viajado a Europa, para reponerse de las 500 representaciones de Un tranvía llamado deseo. A las afueras de Nápoles, se tumbó en un prado y se quedó dormido; al despertar, un cielo sin nubes, de un azul rabioso, se abalanzó sobre sus ojos, lo tomó en volandas, lo hizo sentirse ingrávido y sin edad.

Quizá años después, mientras se derrumbaba cada noche sobre la cama que acogía su insomnio y escrutaba el techo de su mansión, mientras la oscuridad se ahondaba de recovecos y el silencio sellaba su voluntario ostracismo, Brando alcanzó a imaginar ese cielo que sólo existe en las mitologías; un cielo por el que navegaría, lento como un catafalco, rumbo a la inmortalidad.

Imagen de portada: Marlon Brando

FUENTE RESPONSABLE: ABC XL Semanal. Por Juan Manuel de Prada. 23 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Hollywood/Leyendas.

Infidelidades, hijos secretos… la desenfrenada vida sexual del ‘tipo duro’ de Hollywood.

LEYENDAS DEL CINE

A sus 92 años, Clint Eastwood se ha casado dos veces y es padre de ocho hijos, pero esta leyenda viva de Hollywood, su último vaquero, tiene un currículo de aventuras y amantes tan largo como su propia carrera cinematográfica. Repasemos.

Hijo de un obrero metalúrgico y de una empleada de IBM, Clint Eastwood desciende de William Bradford líder de los peregrinos puritanos que, en 1620, llegaron a América a bordo del Mayflower. Quizá por ello mostró en su

juventud una visión del matrimonio en sintonía con tan ilustre ancestro. «La mujer debe sentirse protegida y las decisiones las toma su marido», declaró a una revista en los años 60.

«Me ponía demasiado nervioso con las mujeres y las chicas debían pensar que era tonto. No se me daban bien», confesó en 1974 a la revista Playboy

Estaba entonces casado con Maggie Johnson, desde los 23 años. «Me casé demasiado pronto», admitiría más tarde el actor considerado por varios biógrafos como un «mujeriego en serie». Hasta conocer a Maggie, sin embargo, nunca se le habían dado bien del todo las mujeres. Y eso que, desde los 16 años, ya disfrutaba de la percha con la que personificó al sex symbol prototípico del tipo duro made in Hollywood; esto es: 1,93 de pura fibra, facciones afiladas, impecable tupé y penetrantes ojos azules.

Amores que regresan. Eastwood conoció a la actriz Dani Crayne (dcha.) en 1954, cuando ambos firmaron con Universal un contrato que incluía prácticas regulares de «acondicionamiento corporal». Se reencontraron en 1989, cuando vivieron un romance de un año.   

Le atraían más los coches, hasta el punto de montar con dos amigos varios del tipo dragster para competir en  carreras de aceleración ilegales, y la música. Sobre todo, tras haber asistido, con 15 años, a un concierto de Charlie Parker, el saxofonista-fuerza-de-la-naturaleza al que dedicaría una de sus obras maestras, Bird, cinta de 1988. Lo vio actuar en San Francisco, junto a una banda de leyenda –Coleman Hawkins, Flip Phillips y Lester Young–, y aquello le cambió la vida. «Descubrí en el jazz una libertad de expresión total, una cualidad de ser diferente y de hacer las cosas a tu manera», explicó.

El nombre de la madre de su primer hijo secreto sigue oculto 70 años después. Fue concebido mientras estaba prometido de su primera mujer.

Fue en aquellos años de instituto cuando tuvo su primera experiencia escenográfica. «Una profesora decidió que yo fuera el protagonista de una obra de teatro que quería montar. Pero yo prefería el deporte». 

El joven Eastwood odió cada minuto de los ensayos, aterrorizado ante la idea de convertirse en el centro de atención. «Había visto un millón de películas, pero lo más cerca que había estado de actuar era jugar a indios y vaqueros». Se planteó dejar colgado a todo el mundo y no aparecer el día de la función, pero el miedo a las consecuencias le empujó a enfrentarse finalmente al paralizante pánico escénico.

Símbolos sexuales. Eastwood inició su trayectoria como «mujeriego en serie» poco después de casarse. A pesar de los pequeños papeles sin acreditar de sus primeras películas, conquistó a símbolos sexuales como Mamie Van Doren y Jayne Mansfield (foto).

El día del estreno, tan pronto como pisó las tablas miró a la audiencia y se le secó la boca. Comenzó la obra y al percibir las risas resonando entre la audiencia –riéndose con su interpretación, no de él– sintió que estaba en el lugar correcto. «Al final, la cosa salió mejor de lo que había pensado. Me di cuenta entonces de que puedes actuar sin ser extrovertido, de que tener confianza en ti mismo no despierta antipatía instantánea en los demás. Fue un día en el que crecí».

Pésimo estudiante, Eastwood no aparecía mucho por clase y le costó terminar el instituto. Ejerció, eso sí, numerosos empleos: socorrista, repartidor de periódicos, dependiente, caddie, bombero… Con apenas 17 años, de hecho, protagonizó un episodio heroico en un incendio forestal –liberó un camión cisterna atascado en medio de las llamas–, del cual emergió como un individuo de lo más impresionante a ojos de sus compañeros.

Seré monógamo por tí. A la actriz Sondra Locke le escribió una canción: Ella me hizo monógamo, aunque nunca se casaron. En 13 años de relación, ella tuvo dos abortos –«él no quería mas hijos», explicó–, y Eastwood se separó finalmente de su primera esposa sin dejar de acumular amantes.

No fue su única heroicidad en aquellos días. Llamado a filas a los 21 años, en plena guerra de Corea, el bombardero que le devolvía a su base tras un fin de semana de permiso se quedó sin combustible y se estrelló en el mar. 

Eastwood y el piloto sobrevivieron al amerizaje forzoso y nadaron más de dos millas hasta alcanzar la costa.

A los 23 años, por lo tanto, el joven Clint ya tenía una larga lista de batallas con las que entretener a cualquier joven. 

Como no se le daba muy bien, sus amigos de los coches le organizaron una cita con Maggie Johnson, secretaria en una empresa de piezas de automóviles. Seis meses después, en diciembre de 1953, la chica se convertiría en su primera esposa.

La cuestión, sin embargo, es que su relación con Maggie dio inicio también a una trayectoria como rompecorazones y padre de hijos secretos sin parangón en el mundo del cine. El primero de ellos se concibió, de hecho, ese mismo año, ya prometido con Johnson.

El nombre de la madre permanece oculto 70 años después, pero se sabe que la chica era de Seattle, que vivieron un breve romance, que no volvieron a verse y que nunca le dijo al padre que estaba embarazada. 

Entregó a la niña en adopción y, muchos años después, ésta investigó sus orígenes. Eastwood la presentó en sociedad en 2018, durante la presentación de su película Mula. Laurie Murray se llama.

Dos amantes de cine. Anduvo con Catherine Deneuve en los años 60, cuando estaba casado con su primera esposa. Con Barbra Streisand se lió en 1989, año en que, tras su ruptura con Locke, Eastwood se lanzó a un ardoroso frenesí sexual. Ese mismo año también mantuvo una relación con Sônia Braga.

El matrimonio coincidió con el inicio de su carrera cinematográfica lo que dificultó la relación entre los recién casados y propulsó la frecuencia de las conquistas de Eastwood. No importó que sus primeros trabajos fueran pequeños papeles sin acreditar en películas como El regreso del monstruo, ¡Tarántula!, Hoy como ayer o El último sol; el actor se las apañaba para vivir aventuras con despampanantes protagonistas como Mamie Van Doren, símbolo sexual de la época, e incluso, la legendaria Jayne Mansfield

Ambas fueron amantes de Eastwood en los años 50, así como la cantante de jazz Keely Smith y la nadadora Anita Lhoest, campeona y recordista nacional de los 100 y 400 metros libres, que disfrutó de una breve carrera en la pantalla y se sometió a un aborto sin decírselo a Eastwood. Todo ello, recuerden, mientras seguía casado con Maggie Johnson.

Infidelidad tras infidelidad, sin embargo, el matrimonio fue zozobrando hasta que, en 1963, su décimo aniversario, iniciaron trámites de divorcio. 

Para entonces, Eastwood ya gozaba de cierta fama catódica gracias a la serie Rawhide –su primer papel de vaquero–, circunstancia que le permitió conocer a Roxanne Tunis, doble de acción, bailarina y mujer casada, con la que tuvo una nueva hija. Kimber Tunis nació en 1964 y, esta vez, Eastwood sí que estuvo al tanto. 

El nombre del padre figuró, incluso, en la partida de nacimiento, aunque su existencia se mantuvo en secreto hasta 1989, cuando el tabloide National Enquirer destapó el asunto.

Mi última compañera. Christina Sandera es natural de Carmel by the sea, localidad californiana de la que Eastwood se enamoró en 1951 cuando sirvió en el Ejército. Dueño de media ciudad, Sandera era camarera de un bar de su propiedad. Llevan juntos desde 2014.

A pesar de todo, Eastwood y Johnson decidieron seguir juntos, previa conversión de su matrimonio en una relación abierta. Tuvieron, además, dos hijos: Kyle y Alison, en cuyos partos el padre estuvo ausente.

Y en medio de todo ello, Clint siguió viendo a Tunis hasta 1973, sin dejar de acostarse con otras mujeres. 

La lista de este periodo de su vida incluye a actrices como Jill Banner, a la que conoció en el mundillo del spaghetti western; Catherine Deneuve; Inger Stevens, con quien rodó Cometieron dos errores; Jo Ann, compañera de reparto en El seductor; Jean Seberg (1969), coprotagonista de La leyenda de la ciudad sin nombre o la televisiva Susan Saint James. 

Fuera del cine, la relación de amantes  apunta a la escritora Gael Greene, la columnista Bridget Byrne, la modelo Cathy Reghin, la socialité Joan Lundberg Hitchcock y Jane Brolin, esposa entonces del actor James Brolin (el Peter McDermott de la serie Hotel) y conocida activista por los derechos de los animales.

Llegó un momento en que cada papel era para Clint Eastwood el inicio de un nuevo romance. Y rodaba por entonces una película cada año; dos, tres a veces… Hasta que llegó Sondra Locke. 

Actriz, por supuesto, y compañera de reparto en El fuera de la ley (1976). Locke estaba casada, por conveniencia, con un gran amigo suyo gay; por su parte, entre Johnson y Eastwood, según palabras de este, «no quedaba nada».

Así las cosas, Eastwood y Locke se fueron a vivir juntos y mantuvieron su relación hasta 1989. En medio, ella sufrió dos abortos, tras los cuales se sometió a una ligadura de trompas, y él llegó a escribirle una canción titulada Ella me hizo monógamo, situación que tampoco mantuvo por mucho tiempo.

En 1984, el actor rodó En la cuerda floja y se lió no con una, sino con dos de sus compañeras de reparto: Jamie Rose y Rebecca Perle; además de pasar después un tiempo con la guionista Megan Rose y, en especial, con una azafata llamada Jacelyn Reeves, madre a la sazón de sus hijos Scott y Kathryn. El tabloide Star haría público el romance en 1990, si bien Eastwood consiguió mantener las identidades de su retoños en secreto hasta 2002.

Para entonces, su matrimonio con Johnson ya había terminado. Maggie había solicitado la separación en 1978 y, seis años y un proceloso juicio después, consiguió el divorcio y 25 millones de dólares. 

Ya divorciado , Eastwood no tardaría en tirar por la borda también su relación con Sondra Locke, afectada por la promiscuidad y los problemas de su pareja. Antes de dejar al actor, sin embargo, Locke lo demandó por fraude y para solicitar una pensión alimenticia.

La separación de Locke no pareció afectar mucho a Eastwood, concentrado en dar rienda suelta a su incontenible frenesí carnal e incrementar su lista de amantes de forma exponencial. 

En un solo año, 1989, se le atribuyen amoríos con las actrices Dani Crayne, Jane Cameron, Barbra Streisand, Sonia Braga y con la modelo Barbara Minty (viuda de Steve McQueen). Hasta 1995 salió, además, con Frances Fisher, coprotagonista de Pink Cadillac y madre de Francesca, la siguiente hija del actor.

Con ocho basta. Eastwood tiene ocho hijos reconocidos de seis madres diferentes. Aquí, junto a seis de ellos, Dina Ruiz, su segunda esposa y madre de Morgan (de negro frente a ella); y Frances Fisher (con chaqueta de cuero), amante del actor por seis años y madre de Francesca (con vestido de tirantes).

Llegó entonces Dina Ruiz, 35 años menor y la segunda mujer a la que decidió dar el «sí quiero». Presentadora de televisión, ella y Eastwood se conocieron en un plató, cuando ella lo entrevistó en 1993. Se los vio juntos dos años después, en un torneo de golf, y en enero de 1996 anunciaron su compromiso. Meses más tarde nacería su hija Morgan. Estuvieron juntos casi veinte años, aunque Ruiz reveló poco antes del final que habían vivido separados durante mucho tiempo.

Eastwood, por lo visto, había proseguido con sus conquistas extraconyugales. Se le relacionó entonces con, al menos, otras tres mujeres: Marisa Berenson, actriz a la que dirigió en Cazador blanco, corazón negro; Jean Grace, la mujer que lo sustituyó el frente de la alcaldía de su pueblo, Carmel; la fotógrafa Erica Tomlinson-Fisher y, finalmente, Christina Sandera, a la que conoció siendo esta empleada de un restaurante propiedad de Eastwood en Carmel.

Y con Sandera sigue hasta hoy: él con 92 años, ella con 58. Y en la década que llevan juntos no se le han conocido a Eastwood nuevos amoríos. Suenan a veces rumores de boda, pero quien sabe, ¿sentará finalmente la cabeza?

Imagen de portada: Clint Eastwood

FUENTE RESPONSABLE: ABC XL Semanal. Por Fernando Goitia. 10 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cine/Leyendas de Hollywood.

Robert Redford: «Odio que digan que soy una leyenda. ¡Aún no he terminado, amigos!».

Robert Redford dejó de actuar hace unos años y vive alejado de las alfombras rojas, pero eso no significa que esté retirado. A sus 86 años continúa siendo un activista involucrado y se dedica a la pintura en su casa de Utah. Rescatamos una reveladora entrevista, donde repasa los mejores y peores recuerdos de su juventud.

Su cabellera rojiza está despeinada; la sonrisa, brillante. Sus rasgos se le han suavizado con la edad –su piel se ha curtido– pero el magnetismo de Robert Redford aún electrifica. «Cuando envejeces, aprendes ciertas lecciones de vida. Aplicas esa sabiduría y de repente dices: ‘Oye, esto es un nuevo incentivo para vivir. ¡Adelante!’».

Sonríe y dice: «¿Qué puedo contarte?». Y empieza. «Cuando entré en el mundo del espectáculo, tenía la inocente idea de que dejaría que mi trabajo hablara por mí. Nunca estuve interesado en hablar de mí mismo», dice Redford. «Sin embargo, estamos en una época diferente, y los famosos están de moda. Yo también podría entrar en ese juego, pero poco a poco».

Comienzos artísticos. Un joven y atractivo Robert Redford, en 1977, a los 40 años, cuando había participado en la serie de televisión Predators. | FOTO: CORDON

Parece que Redford se siente más cómodo al hablar de su vida, aunque le espanta que se refieran a él como una «leyenda viviente». «¡Eso realmente me molesta! –dice–. ¿Significa que me van a hacer una estatua de bronce? ¡Uf! ¡Aún no he terminado, amigos!». Charles Robert Redford, de ascendencia inglesa, escocesa e irlandesa, creció como hijo único en un vecindario hispano en Santa Mónica. Su padre, Charles, trabajaba como repartidor de leche. Uno de sus primeros recuerdos se remonta al colegio, a finales de la Segunda Guerra Mundial.

«Meterme en líos, rozar el límite, robar… era mi válvula de escape. Me estaba pasando de vueltas y temí acabar mal»

«Esta tenebrosa tendencia a cuestionar a los judíos comenzó a sentirse en nuestra escuela», evoca Redford. «Yo no sabía qué era un judío. Pero de pronto la gente susurraba sobre quién lo era y quién no. Un día Lois Levinson, una amiga mía muy inteligente, se levantó durante la clase y dijo: ‘Mi nombre es Lois Levinson. Soy judía y estoy muy orgullosa de serlo’. La clase se quedó boquiabierta». Esa noche, a la hora de cenar, Redford le comentó a su padre lo que había pasado y le preguntó: «¿Qué soy yo? Si ella es judía, ¿yo qué soy?».

«Tú eres judío, y debes estar orgulloso», le dijo. El niño corrió a su cuarto, llorando. «Pensé: ‘Estoy perdido’», se ríe ahora Redford. «Escuché que mi madre le decía: ‘Charlie, haz el favor de ir y explicarle’. Mi padre entró en mi cuarto y me dio una lección. Me mostró lo injusto que era lo que estaba pasando. Dijo: ‘Todos somos iguales’». Esas palabras lo marcaron. «Cada vez que veía gente tratada de forma injusta por cuestiones de raza, credo o cualquier otra razón, me irritaba», afirma Redford.

Un buen deportista. De joven destacó en el deporte escolar, sobre todo jugando al béisbol. Después, ha montado a caballo, esquiado y jugado al tenis toda su vida.

Finalizó la escuela secundaria a trancas y barrancas, y coqueteó con los problemas. «Meterme en líos con amigos, rozar el límite, robar tapacubos por 16 dólares… era mi válvula de escape. Para mi familia y los profesores era un tipo que estaba perdiendo su vida. Tenía problemas con las normas de comportamiento. Me ponían nervioso».

Atleta nato, capitaneó los equipos de fútbol americano y béisbol de su escuela. «Nunca fui un buen alumno. Me tuvieron que arrastrar para que entrara en preescolar. Me era difícil sentarme a atender. Yo quería salir, que me educaran la experiencia y la aventura, pero no sabía cómo expresarlo».

Sin embargo, gracias a su habilidad con los deportes obtuvo una beca de béisbol para la Universidad de Colorado, que perdió, según dicen, debido a la bebida. «En parte fue así», admite. Después de un año, la dirección de la escuela le pidió que no regresara. 

Al mismo tiempo su madre, Martha, fallecía, a los 40 años. «Tuvo una septicemia tras el parto de las dos mellizas, que murieron al nacer. Yo tenía diez años», dice en voz baja. Su propio nacimiento fue difícil, y los médicos le aconsejaron a su madre no tener más hijos. «Ella quería tanto una familia que se volvió a quedar embarazada». Su muerte fue un duro golpe. «Me parecía tan injusto. Pero, extrañamente, su muerte también me liberó, me permitió volar solo, algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo».

«Cuando murió mi hijo, me sentí culpable. Es una herida que nunca se acaba de cerrar». El niño tenía cinco meses y su muerte marcó para siempre la vida del actor

Cuando ahorró lo suficiente, Redford viajó a dedo hasta Nueva York y se fue a Francia. Siempre le había gustado dibujar y decidió ser artista. «En Europa dibujaba con tiza sobre las aceras, y la gente le daba dinero», cuenta Duane Byrge, una crítica cinematográfica de Hollywood Reporter que ha seguido la trayectoria de Redford durante décadas. Redford pasó 18 meses en Europa, donde, asegura, «logré madurar». 

Llegó a París en los 50, sin conocer el idioma ni la cultura, y vivió entre un grupo de estudiantes políticamente activos. «Cuestionaban mis ideas políticas, ¡que no existían! Corrían por las calles para protestar, así que me uní a ellos. Eso amplió la visión de mi país. Cuando volví, me cuestioné algunas cosas y empecé cierto activismo».

Con apenas 20 años, Redford volvió a Los Ángeles y conoció a Lola Van Wagenen, una estudiante de 17 años de Utah. Una reina de la belleza de origen mormón con la que se casó a los 21 años de edad. Él estaba pasando una mala racha cuando se conocieron: deprimido por la muerte de su madre, bebía más de la cuenta y lo mismo podía hacer trizas un decorado cinematográfico que ser detenido por allanamiento de morada en Beverly Hills. 

En 1958 se escaparon a Las Vegas, contrajeron matrimonio y se mudaron a Nueva York, donde se inscribieron en una escuela de arte. «Al final comprendí que me estaba pasando muchísimo de vueltas», asegura ahora. «Mi inclinación siempre fue la de pasarme de vueltas. Pero un día me dije que, de seguir así, iba a acabar muy mal. Y decidí cambiar de vida».

La familia, su mayor logro. Redford con Lola, su primera esposa, con la que estuvo casado entre 1959 y 1985, y sus dos hijos mayores, Shauna y James. |FOTO: GETTY IMAGES

Por recomendación de un profesor se cambió a la Academia de Arte Dramático. «Nunca había imaginado ser actor. Mi idea era tener una formación integral en el mundo del arte para volver a Europa y pintar». Pero en aquella academia su vida cambió drásticamente. «Algo me hizo caer en la cuenta –dice–. Comencé a ver todo con claridad».

Empezó a interpretar papeles menores, todo parecía haberse encarrilado cuando, de pronto, se vino abajo. Él y Van Wagener tuvieron un hijo, en 1959, que falleció a los cinco meses del síndrome de muerte súbita. «Fue muy duro –comenta Redford–. Éramos muy jóvenes. Yo tenía mi primer trabajo teatral, en el que no ganaba mucho. No sabíamos nada sobre ese síndrome. Lo único que piensas es que has hecho algo mal. Como padre, tiendes a culparte. Eso produce una herida que nunca se cura por completo».

Él y Van Wagenen tuvieron dos hijos más: Shauna, que hoy tiene 50 años y es artista, y James, de 48, guionista y director. Ocho años más tarde la pareja tuvo a Amy, que se dedica a la actuación.

Hoy, Redford es abuelo de siete nietos y considera que su familia es precisamente su mayor logro. «De pequeño, me consideraban un irresponsable. Yo creo que eso me hizo desarrollar una fuerte necesidad de demostrar que sí era capaz, que tenía la cabeza en su sitio. Tenía arraigado ese anticuado concepto de que debes velar por tu familia». 

La carrera artística de Redford levantó vuelo en 1969 con el estreno de Dos hombres y un destino. Desde entonces hasta 1985 protagonizó unas 15 películas, incluidas El candidato, Todos los hombres del presidente y Memorias de África. A partir de los 80 comenzó a dirigir y producir. Con Gente corriente, su debut como director, ganó un Oscar. En la película exploraba crudamente la dinámica de una familia que está sobrellevando la muerte de un hijo.

En 1985, él y Lola terminaron por separarse. «Y entonces viví ocho años de… de libertad», indica Redford. 

Nuestro hombre vivió dos relaciones consecutivas, con la actriz brasileña de telenovelas Sonia Braga y con la diseñadora de ropas Kathy O’Rear. Los amigos dicen que esta última relación fue importante, pero terminó en lágrimas. Para fomentar la producción cinematográfica independiente y cultivar el talento, el actor fundó el Instituto Sundance en 1981; que se ha hecho mundialmente famoso. 

Le pregunto a Redford cómo cree que ha llevado la fama. «Lo hice de la manera que quise –contesta–. Sentí que si uno era lo suficientemente afortunado para tener éxito, debería atesorarlo, pero nunca creérselo, porque tiene un lado endemoniado».

Su esposa y su boda. Sibylle Szaggars —Bylle, su segunda y actual esposa— es 20 años más joven que él. Se conocieron en Sundance en 1995 y se casaron en 2009. Según explica, «la credibilidad de una mujer en mi país está en función de su estado civil. Empecé a darme cuenta de que, si salíamos juntos, la gente no le prestaba mucha atención ni le hacía mucho caso, lo que era molesto para los dos. Era una cuestión de dignidad personal. Me dije que, si nos casábamos, la gente la miraría con más respeto».

Redford ahora comparte su vida con la pintora alemana Sibylle Szaggars, a quien conoció en Sundance a finales de los 90 y con quien se casó en 2009. «Es una persona muy especial –dice tocándose el anillo de oro–. Es más joven que yo y europea, lo que me agrada y me renueva la vida completamente». «Todavía tengo energía. Cuando se empiece a apagar, puedo comenzar a pensar en la edad».

Cinco claves para entender a Robert Redford

1 | LA FALTA DE PUNTUALIDAD

Tiene fama de absoluto impuntual. Su amigo Paul Newman cierta vez se lo reprochó de forma indirecta regalándole un cojín con la leyenda bordada: «La puntualidad es la más sana de las costumbres», pero Redford no le hizo caso. Y fue una suerte: el 11 de septiembre de 2001, Redford tenía billete reservado en el vuelo 93, pero al final perdió el avión.

2 | EL COLOR DE SU PELO

El tono rojizo de su cabello nada tiene que ver con el rubio de su juventud. Todo el mundo da por sentado que se tiñe, pero él lo niega. «No tengo la culpa de que mi pelo no se vuelva gris», protesta. Sus propios hijos le hacen bromas. «El otro día íbamos en coche y Amy, mi hija menor, va y le suelta a Billy: ‘Billy, ¿por qué no le dices a papá que deje de teñirse ya?’. ‘¿Cómo?’, dije yo. Y ellos: ‘Venga, papá, sabemos que te tiñes…’. ‘Chavales, nada de eso’, contesté. He tenido que convencer hasta a mis hijos».

3 | MEDIOAMBIENTE: UNA OBSESIÓN

En su hogar de Utah hace un frío polar, pero Redford mantiene su casa a unas gélidas temperaturas interiores, y todo por su inquietud por el medioambiente. Redford gusta de llevar una vida dura, como un pionero de la frontera.

4 | LA VIEJA RIVALIDAD

Redford siempre batallaba con sus coprotagonistas femeninas para disfrutar de la mejor iluminación y los mejores ángulos de cámara. Glenn Close, en su momento, se quejó de que durante el rodaje de ‘El mejor’ las maquilladoras y peluqueras empleaban más tiempo en acicalarlo a él que a ella o a Kim Basinger, aunque el ejemplo más conocido es su disputa con Barbra Streisand durante la filmación de ‘Tal como éramos’: según se dice, ambos insistían por

igual en ser fotografiados desde la derecha.

Imagen de portada: Robert Redford (Por Art Streiber).

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. XL Semanal. Por Meg Grant. 30 de septiembre 2022.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Leyendas de Hollywood

Acosada, violada, amenazada… La diva que renunció a Hollywood para no perder la cabeza.

KIM NOVAK, UNA VIDA AL BORDE DEL PRECIPICIO.

Depresiva y bipolar, acosada en su infancia, violada en su adolescencia, Kim Novak se comió el mundo con su papel en Vértigo, obra cumbre de Alfred Hitchcock. Amante de Sinatra, Cary Grant o el hijo del dictador Trujillo, acabaría por darse cuenta de que el glamour, la vanidad y la fama que Hollywood le ofrecía no estaban hechos para ella.

Aguantó como estrella de Hollywood poco más de una década. No necesitó más para convertirse en mito. Un papel, en realidad. Vértigo, de Alfred Hitchcock, elegida en 2020 la mejor película de la historia por el British Film Institute, lo es en gran parte gracias al magnetismo de Kim Novak. 

Tenía 25 años, llevaba cuatro en la industria del cine y ya se había codeado con Fred MacMurray, Jack Lemmon, William Holden, Tyrone Power y Frank Sinatra.

Una chica de anuncio. Huyendo de una terrible infancia en Chicago, Kim llegó a California y pronto se hizo un hueco haciendo campañas de publicidad.

Ocho años después de pasar a la historia al servicio de Hitchcock, Novak se alejó de Hollywood y se retiró del oficio, aunque aceptara papeles alimenticios de vez en cuando, para televisión mayormente. 

Así hasta que, en los años 80, aceptó una oferta para salir en 19 episodios del célebre culebrón Falcon Crest, interpretando a un reservado personaje llamado Kit Marlowe, un guiño de la propia Novak al nombre artístico que el gran capo de Columbia, Harry Cohn, quiso imponerle en los inicios de su carrera. «El estudio me cambió el nombre porque Marilyn sólo podía haber una», señaló. Aquello sucedió en 1955, cuando Cohn descubrió a una brillante rubia de turbadora mirada que hacía de extra en El hijo de Simbad.

Hija de severos profesores católicos de origen checo, Marilyn Pauline Novak se crio en un barrio judío de Chicago y acababa de mudarse a California en busca de un hueco en la industria del entretenimiento. De niña soñaba con ello, aunque fuera tan tímida que se escondía tras las cortinas cuando la familia recibía visitas. Su barrio era de los más peligrosos de la ciudad, con alta incidencia de violaciones y asesinatos.

Los niños de su barrio se metían constantemente con ella. Al iniciar la adolescencia fue aún peor. «Fui violada por varios chicos en el asiento trasero de un automóvil»

Para asegurarse de no llamar la atención su madre la obligó a llevar coletas toda su infancia y le prohibió usar maquillaje. Estrategia insuficiente para ahorrarla sufrimientos. Primero, en la niñez, cuando los chicos la acosaban sin piedad. «Me derribaban, me enterraban en la nieve y me llenaban de pasteles con moho –rememoró en su última entrevista, en 2020 al diario británico The Guardian–. 

Eran niños judíos que pagaban conmigo por lo que que les habían hecho a sus parientes. Y no ayudaba que mi abuelo se llamara Adolf». La cosa, sin embargo, pasó a mayores al iniciar su adolescencia. «Fui violada por varios niños en el asiento trasero del automóvil de un extraño». Una experiencia traumática que nunca compartió con nadie, mucho menos con sus padres.

No es de extrañar que sintiera la imperiosa necesidad de escapar de aquel lugar. Antes de triunfar en Hollywood, eso sí, fue ascensorista, dependienta y ayudante de un dentista, aunque nada comparable a lo que sentía ante el fogonazo de un flash, maquillada para la cámara en los decorados donde protagonizaba campañas publicitarias. La más celebrada la coronó como la Señora Deepfreeze, anunciando frigoríficos, momento en que su rostro y su figura pasaron a formar parte del paisaje americano.

Amor en público. Sus apariciones junto a Sinatra en El hombre del brazo de oro y en Pal Joey dispararon su popularidad antes de su papel en Vértigo. Sobre todo por el eco en la crónica rosa de su romance con La Voz. Sinatra, entonces, también se acostaba con Lauren Bacall, esposa de su amigo Humphrey Bogart, gravemente enfermo.FOTO: GETTY IMAGES

Fue entonces cuando, acompañada por dos compañeras modelos con idénticas ambiciones cinematográficas, se fue a Los Ángeles y se apuntó allí a una audición de la RKO en busca de extras para La línea francesa, una comedia de 1954 al servicio de la despampanante Jane Russell. Novak apareció en pantalla el tiempo suficiente como para conseguir otra fulgurante aparición como extra y a la segunda, ahí ya sí, Harry Cohn se fijó en ella. «La sucesora de Rita Hayworth», fue su pensamiento; diva con la cual, por cierto, acabaría trabajando años después en Pal Joey.

Sintiendo que poseía un filón, Cohn procedió a asociar su nombre a los grandes de la época: ¡Jack Lemmon en Phffft!; Brian Keith en 5 contra la banca; William Holden en Picnic; y Frank Sinatra en El hombre del brazo de oro y Pal Joey. En apenas cuatro años en Hollywood ya tenía dos Globos de Oro y se había convertido en el sueño de seducción de millones de hombres. Cohn lo intuía y por eso él mismo le eligió su vivienda y le impuso un toque de queda con el fin de asegurarse el cumplimiento de los horarios de rodaje y, de paso, controlar sus amistades y alejarla de los hombres.

Novak tenía 20 años cuando firmó su primer contrato cinematográfico por un periodo de seis meses. Además del cambio de nombre, el compromiso le exigió mejorar sus dotes interpretativas con unas clases intensivas y también su apariencia. Aunque los ejecutivos del estudio adoraban su rostro de marcadas facciones le exigieron más brillo a su rubia cabellera –se la tiñeron tres veces–, y la obligaron a adelgazar siete kilos, sometiéndola a una rigurosa dieta.

Las mujeres empoderadas de Falcon Crest. Dejó Hollywood en los años 60, pero de vez en cuando aceptaba papeles alimenticios para televisión. En los 80, reapareció en 19 episodios del célebre culebrón Falcon Crest. Ella misma escogió el nombre de su personaje, Kit Marlowe, el mismo que Columbia quiso imponerle al comenzar su carrera.

Alcanzado el objetivo, se convertiría poco después en el explosivo reclamo de La casa número 322, junto a Fred MacMurray, 25 años mayor que ella. 

Diferencia que, de modo no intencionado, propició lo que ella considera su primera metedura de pata en Hollywood. «Él llevaba puesta una gabardina, cuando se la quitó vi la fecha de fabricación y, sin pensarlo, solté un: ‘¡Dios mío, esa gabardina es del año en que nací!’. Rápidamente pensé: ¡Serás estúpida!». Nada, en todo caso, que interfiriera en su ascensión.

Con tanto galán al acecho, sin embargo, Cohn no consiguió evitar que Novak se acostara con Sinatra. Lo hizo mientras éste se veía también con Lauren Bacall, en momentos en que su esposo, Humphrey Bogart, gran amigo de La Voz, estaba gravemente enfermo. «Frank era un tipo muy sexi. Tuvimos una relación, sí, aunque a veces, él podía ser… difícil», admite Novak. Y añade que, de haber trabajado juntos solo en El hombre del brazo de oro, en la que Sinatra hizo de yonki, «hablaría de lo maravilloso, amable y gentil que era». 

Las cosas, sin embargo, no debieron seguir esa línea en Pal Joey, metido en la piel de un mujeriego encantador. «El Sinatra real era una persona muy sensible. Tenía un lado simple y hermoso –revela Novak–. Pero le afectaba que la gente lo pusiera en un pedestal; podía llegar a ser muy engreído, sin escuchar a nadie más que a sí mismo».

La relación con Sinatra le proporcionó publicidad a la actriz y Cohn no tuvo más remedio que tragar con ello, pero cuando vio a su protegida del brazo de Sammy Davis Jr., amigo de Sinatra, el ejecutivo de Columbia decidió tomar cartas en el asunto. Davis era un tipo encantador, todos en el show bussines lo apreciaban, pero, a ojos de Cohn, un negro, tuerto (perdió el ojo izquierdo en un accidente) y músico no era digno de su blanca, rubia y prístina protegida.

Se lió con Sammy Davis Jr., pero el estudio se opuso a que saliera con un «negro, tuerto y músico» y acudieron a la mafia: «Te romperemos las piernas, te sacaremos el otro ojo y te enterraremos», le amenazaron

En 1957, además, el matrimonio interracial era ilegal en más de la mitad de los Estados Unidos y el 96 por ciento de sus ciudadanos lo rechazaban. Aquella relación, por consiguiente, no era buena para el negocio. «No me dejaban acercarme a la casa de Sammy», recuerda Novak. «Nos convertimos en conspiradores, unidos por lo único que teníamos en común: el desafío», admitió Davis, fallecido en 1990.

Cohn, al final, se salió con la suya, recurriendo, eso sí, a métodos drásticos. Tras escuchar rumores de matrimonio alrededor de la pareja, contactó con el temido mafioso Mickey Cohen, amigo suyo, para deshacerse de «ese puto negro cabrón». Cohen no tardó en transmitir al padre de Davis una ‘recomendación’: «Dile a tu hijo que se olvide de Kim Novak y se busque a una negra para casarse. De lo contrario, le romperemos las dos piernas, le sacaremos el otro ojo y lo enterraremos en un agujero».

Un amigo de Davis contó más tarde que al día siguiente, agenda y teléfono en mano, el cantante se puso a buscar alguien con quien casarse». Loray White sería su primera esposa a cambio de 25.000 dólares y la condición de disolver su matrimonio antes de un año. «Yo nunca estuve enamorada de él. Pero él sí. Era un niño grande, vulnerable… Y no quería lastimarlo», cuenta Kovak.

Padecer a Hitchcock. Fascinado con las rubias, Hitchcock la tiñó de pelirroja en Vértigo, el papel que la convirtió en leyenda. Después del rodaje, ninguneó su trabajo de forma hiriente: «La mayoría de los actores son como niños estúpidos. Piensen en Kim Novak, logré incluso que actuara; pero sólo la contraté fue porque Vera Miles estaba embarazada».FOTO: GETTY IMAGES

La actriz siguió así su carrera –también sus amoríos con gente como Cary Grant o Ramfis Trujillo, hijo del dictador dominicano– y, al año siguiente, alcanzó la cumbre con Vértigo y el papel que terminaría por incluirla entre las leyendas del cine. Se encontró, sin embargo, con el eterno desdén de Alfred Hitchcock, célebre por su querencia a torturar a sus actrices rubias, comportamiento que alcanzaría su cumbre con Tippi Hedren en Pájaros.

A Kim Novak, el maestro del suspenso le guardó un eterno y nunca explicado resentimiento, dedicándole años después hirientes declaraciones del tipo: «La mayoría de los actores son como niños estúpidos. Piensen en Kim Novak, logré incluso que actuara, pero solo la contraté porque Vera Miles estaba embarazada». Comentarios sobre los que Novak se limita a replicar: «En Hollywood todos creen que te quieren, pero solo quieren que seas lo que ellos quieren».

Su doble interpretación de la gélida femme fatale Madeleine y de la dependienta Judy, sin embargo, quedaría para la historia y acabaría definiendo su carrera y su vida entera al proporcionarle el estatus de diva.

También le proporcionó un amigo, James Stewart, con quien hizo una película más: Me enamoré de una bruja. «Él nunca fue ensuciado por la vanidad y el glamur de Hollywood –agradece Novak–. Muchas veces al terminar una escena nos sentábamos juntos, nos quitábamos los zapatos y poníamos los pies sobre la mesa. Me costaba creer que alguien como él pudiera vivir en Beverly Hills y seguir siendo real».

Es el tipo de pensamientos que terminaron por alejarla de Hollywood. «No quería perderme. Necesitaba irme para salvarme. Me gusta quien soy», explica Novak. Antes de alejarse, sin embargo, vivió un turbulento y acelerado romance con el actor Richard Johnson. Se conocieron a finales de 1964, en el rodaje de Las aventuras amorosas de Moll Flanders, se casaron en marzo de 1965 y se divorciaron en la primavera de 1966. 

Fue la gota que colmó el vaso. «Es excitante vestir esa ropa tan hermosa y sentirse tan sexi, pero es una trampa. En la vida eso no es suficiente. Mucha gente envejece y al perder la belleza se derrumba». No quería que eso le sucediera a ella.

La felicidad estaba en Oregón. Retirada del cine, Novak acabó yéndose a vivir a Oregón. Allí conoció a Robert Malloy, un veterinario equino con el que se casó en 1976. Vivieron juntos 45 años hasta su muerte en 2020. «Los años más felices de mi vida», dice Novak.FOTO: GETTY IMAGES

Harry Cohn, además, había muerto en 1958 y los papeles que le ofrecían apelaban más a sus atributos físicos que a su talento. Y Novak ya no estaba interesada. «Yo era una buena actriz y quería expresarme, que me apreciaran por lo que era y lo que tenía para ofrecer. Pero mi trabajo no significaba nada. Ansiaba interpretar a alguien con una enfermedad mental, porque conocía esos sentimientos».

Recibió, además, otras señales que la empujaron al cambio. Perdió primero la mayoría de sus objetos de valor en un incendio y, más tarde, un deslizamiento de tierra arrastró su casa. Alquiló una camioneta, cogió lo que le quedaba y acabó en Oregón, donde conoció, muchos años después, a Robert Malloy, un veterinario con el que se casó en 1976 e inició una nueva vida. De vez en cuando, sin embargo, aceptaba algún trabajo para el cine o la televisión, sólo para recordarse que las servidumbres de los rodajes y el trato con los ejecutivos figuraban entre las razones por las que había renunciado a su carrera en el cine.

Al fin y al cabo, Novak llevaba luchando contra la depresión desde la adolescencia y empezaba a temer por su salud mental si seguía en Hollywood. «Cuando eres feliz, estás en una nube. Pero, de repente, la nube se vuelve gris, sientes la presión y, sin darte cuenta, vuelves al fondo del pozo». Y eso es lo que quiso evitar.

Toda una vida. Kim Novak durante un acto de homenaje a toda su carrera en 2010.

Novak vivió con Malloy hasta la muerte de este en 2019 y nunca tuvieron hijos, ya que ella siempre temió que sufrieran problemas mentales. «Yo los heredé de mi padre y no quería que pasaran por lo mismo». A sus tendencias depresivas se sumó, a principios de siglo, un diagnóstico de trastorno bipolar. Desde entonces, ha dedicado mucho tiempo a explicarle a la gente que los trastornos de salud mental se pueden tratar y no se deben estigmatizar. Como terapia, eso sí, prefiere pintar al litio, que la hace engordar. «Todas esas rabias y sentimientos de depresión te abandonan cuando los dejas fluir. Y de eso trata la pintura», explica.

Su salud mental se puso a prueba en 2014, nada menos que por Donald Trump cuando la ridiculizó en Twitter tras una aparición en los Oscar para presentar un premio: «¡Kim debería demandar a su cirujano plástico!», escribió Trump mucho antes de convertirse en tuitero en jefe. Alusión que despertó en Novak abominables ecos de su infancia. Por eso desde entonces hace campaña contra el bullying. «Hay chavales que se han quitado la vida por lo que se ha dicho de ellos –explica–. Quiero ayudar a ser un modelo a seguir».

Novak dice que sus 45 años con Malloy fueron los más felices de su vida y que las cosas han sido difíciles desde su fallecimiento. «Hubo momentos en los que no quería seguir sin él –admite–, pero ahora enciendo un fuego todas las noches y preparo cosas que le encantaban, como mis albóndigas de pollo». Eso y la pintura son ahora sus mejores compañeros.

Imagen de portada: Kim Novak

FUENTE RESPONSABLE: La Voz de Galicia. España. Por Fernando Goitia. XL Semanal. 16 de diciembre 2022.

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Las 10 mejores películas de Dustin Hoffman

Cuando todavía tenía cara de jovencito, Mike Nichols lo convirtió en una estrella al darle el papel de protagonista de El graduado, una película que hizo despegar también la carrera del cineasta. Poco después, reafirmó su estatus como uno de los grandes actores de la nueva generación que en los 70 conformaría un nuevo firmamento en el cine estadounidense de la mano de su inolvidable interpretación en Cowboy de medianoche. No sería hasta 1979, por su papel en Kramer contra Kramer, cuando se haría con su primer Oscar; el segundo le llegaría una década más tarde merced a su trabajo en Rain Man. A partir de los 90, la magnitud de los proyectos en los que se fue involucrando bajó notablemente de calidad, abundando las comedias de estudio y los dramas de corte prácticamente televisivo. En los últimos años, Noah Baumbach le proporcionó la posibilidad de reencontrarse con el pulso neoyorquino de sus primeros años de carrera en The Meyerowitz Stories, quizá su última gran interpretación hasta la fecha. Hoy, en Zenda, seleccionamos 10 de las mejores películas de Dustin Hoffman.

 

Las 10 mejores películas de Dustin Hoffman

1. El graduado (The Graduate, Mike Nichols, 1967)

2. Lenny (Bob Fosse, 1974)

3. Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969)

4. Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, Robert Benton, 1979)

5. Tootsie (Sydney Pollack, 1982)

6. Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976)

7. The Meyerowitz Stories (New and Selected) (Noah Baumbach, 2017)

8. Perros de paja (Straw Dogs, Sam Peckinpah, 1971)

9. Marathon Man (John Schlesinger, 1976)

10. Rain Man (Barry Levinson, 1988)

Imagen de portada: Dustin Hoffman

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 8 de octubre 2022.

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Las 10 mejores películas de Paul Newman

Apareció en Hollywood en la década de los 50, cuando su edad dorada se aproximaba a su ocaso; una vez este llegó, la suya fue una de las fulgurantes luces que permitieron al cine estadounidense mantener encendida la mecha en las décadas posteriores. Desde su salto de la televisión a la gran pantalla interpretó roles protagonistas: primero de la mano de cineastas como Robert Wise o Arthur Penn, entre otros, pero se diría que fue de la mano de Richard Brooks, y trabajando mano a mano con otra superestrella de su generación como Elizabeth Taylor en El gato sobre el tejado de zinc, cuando la leyenda de Paul Newman comenzó a forjarse. 

A partir de ahí, la lista de sus colaboraciones se extendió como el fuego: Leo McCarey, Otto Preminger, Robert Rossen, Martin Ritt, Mark Robson o Alfred Hitchcock lo acompañaron a lo largo de una década, la de los 60, que lo consolidó como una de las grandes estrellas, si no la mayor, del Hollywood de su tiempo. 

En los 70, haciendo pareja con Robert Redford, acabó por forjar su leyenda. No dejó de trabajar hasta su muerte en el año 2008, y ya en el siglo XXI también dejó, de la mano de Sam Mendes, una interpretación para el recuerdo en Camino de perdición. Este sábado, en Zenda, seleccionamos 10 de las mejores películas protagonizadas por Paul Newman.

 

Las 10 mejores películas de Paul Newman

1. La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, Stuart Rosenberg, 1967)

2. El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961)

3. La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958)

4. El golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973)

5. Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, Robert Benton, 1994)

6. Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982)

7. Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969)

8. Marcado por el odio (Somebody Up There Likes Me, Robert Wise, 1956)

9. Camino a la perdición (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002)

10. Esperando a Mr. Bridge (Mr. & Mrs. Bridge, James Ivory, 1990)

Imagen de portada: Paul Newman

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 1 de octubre 2022.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Leyendas de Hollywood/Paul Newman.

El lado oscuro de Paul Newman.

Bebedor, adúltero y pendenciero.

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“Soy dos personas: Paul Newman, el actor; y Paul Newman, el hombre. El primero se alquila. El segundo no se vende y vive como le da la gana». Una biografía desvela el lado más humano del actor de Hollywood que huyó y quiso ser un buen padre de familia y un marido perfecto. Y no lo fue.

Era tan guapo que todo se le perdonaba. Tenía unas facciones mitológicas, los ojos de un lapislázuli casi transparente, le bastaba vestir un esmoquin y podía sentarse a la mesa con presidentes, reyes y magnates, pero prefería ponerse unos vaqueros gastados, calzar unos mocasines sin calcetines y buscar la compañía de gente sencilla: mecánicos, obreros, incluso borrachos en la barra de un bar.

Sí, las confidencias de un bebedor eran para él mucho menos aburridas, mucho más humanas e interesantes que las de sus colegas actores. Vivió todo lo alejado de Hollywood que pudo. Paul Newman (1925-2008), el actor, el piloto de carreras, el hombre público, el empresario, el filántropo, el padre de seis hijos, el marido devoto que era el sueño de millones de mujeres, tuvo su ración de días nublados hasta el punto de que creyó que el destino se había ensañado con él y que le estaba haciendo pagar por todos los dones que le había prodigado. Nada es gratis.

La larga sombra del padre

Paul Newman estaba destinado a vender guantes de béisbol. «No llevaba el teatro en las venas, sólo intentaba huir del negocio familiar. No quería convertirme en vendedor. Ser actor era una alternativa», confesó. Era hijo de un comerciante judío que tenía una tienda de deportes en Cleveland (Ohio). Su padre, Arthur, era un hombre solemne que se casó con Thereza, una bella emigrante eslovaca de origen misterioso: poco antes de morir confesó que no tenía 83 años, sino 87, aunque lo más probable es que tuviese 93. 

Cuenta el crítico de cine estadounidense Shawn Levy, autor de Paul Newman: la biografía (Lumen), que se acaba de publicar en España, que el actor tuvo desde niño un agudo sentido del ridículo. Era el objeto de las burlas de su hermano mayor, Art, al que definió como «un feroz hijo de puta». El carácter cohibido de Paul pudo haberse fraguado también por la tensa relación con su padre. «No creo que llegáramos nunca a conectar como padre e hijo», comentó años después. 

Para él fue un fracaso que nunca dejó de obsesionarlo. Paul veía en la fría actitud de su padre el sello de la desaprobación. No obstante, su padre le inculcó, además de una estricta ética del trabajo, una lección inolvidable: mantener la cabeza gacha y no pavonearse de los éxitos. La humildad de Paul nunca fue una pose.

FOTO: GETTY IMAGES

Un adolescente acomplejado

Apenas medía 1,65 y pesaba menos de 50 kilos. Las chicas no se fijaban en él. La mayoría eran más altas. Quería ser jugador de fútbol americano, pero no lo admitieron en el equipo por pura compasión. Lo hubieran hecho puré. 

Para compensar su fracaso como atleta, se enroló en la compañía de teatro del instituto. Y en 1943 se alistó en la Armada, aunque mientras esperaba la llamada a filas se había matriculado en la universidad. Pero los estudios no le interesaban. «Enseguida saqué el título de bebedor de cerveza». Partió a la guerra con 18 años. Vestido de uniforme, parecía un boy scout.

El recluta patoso

«Estaba impaciente por convertirme en piloto. Me encantaba volar». Pero sus sueños de convertirse en aviador tampoco se cumplieron. Las pruebas de visión demostraron que aquellos ojos azules eran daltónicos. «No sabían qué hacer conmigo».

Lo echaron de la academia de oficiales. Acabó de radiotelegrafista y artillero en un avión torpedero. Su experiencia de la guerra fue cualquier cosa menos heroica. «Como artillero era un desastre. Tampoco me aclaraba con los instrumentos de navegación. Me equivocaba con los altímetros, y cada vez que nos disponíamos a aterrizar en la cubierta de un portaaviones, el maldito aparato marcaba que estábamos por debajo del nivel del mar. Tuvimos algunos encuentros con submarinos japoneses. Yo manejaba una ametralladora del calibre 30, pero era como disparar con un tirachinas». Al igual que sus compañeros de armas celebró, eufórico, la bomba de Hiroshima. 

«Tenía 20 años y no sabía nada de sus consecuencias. Nadie discutió si era moral o si había alternativa». Años después se convertiría en un opositor de la proliferación nuclear.

El camorrista

Cuando acabó la guerra, volvió a la universidad. Como por fin había dado el estirón, retomó su sueño de ser jugador de fútbol, pero su afición al alcohol y su conducta pendenciera le pasaron factura. Acabó en comisaría en varias ocasiones. 

Era un desmotivado estudiante de Económicas que no encontraba la manera de canalizar su talento y que disimulaba su timidez intentando llamar la atención. Paseaba por el campus con un abrigo de piel de mapache. Y prendió fuego a su coche para divertir a la gente. 

Alquiló un local y montó una lavandería donde trabajaba los fines de semana. «Llegué a lavar tantos calcetines que ahora los odio y nunca me pongo», recordaría. Montó barriles dispensadores de cerveza para amenizar la espera junto a las lavadoras. Fue una idea comercial exitosa. A su pesar, tenía talento para los negocios.

La primera mujer

Se enamoró de Jackie Witte, una actriz de 19 de años y se casaron enseguida. Newman trabajó en una granja para completar su escaso sueldo de actor teatral. Por entonces murió su padre. Sin un proyecto de vida y con una mujer embarazada, Paul se sentía avergonzado. «Mi padre siempre me trató como si fuera una constante decepción para él. Yo deseaba demostrarle que era capaz de dar la talla. Nunca tuve esa oportunidad.» 

Como penitencia, volvió al comercio familiar. Y le fue bien. Pero no dejaba de soñar con escapar de allí. Así que se marchó con su mujer y su hijo pequeño, Scott, a Nueva York, a formarse como actor. Fue un salto de fe.

Y conoció a Woodward

Consiguió entrar de chiripa en el mítico Actors Studio, donde impartía clases Lee Strasberg pero a Paul le daba vergüenza actuar ante el resto de los alumnos porque el maestro lo crucificaba sin piedad, así que al segundo sofocón se limitó a asistir de oyente. 

Ver, oír y callar. «En aquella época sólo tenía un traje decente, un viejo milrayas. Me lo ponía todas las mañanas, cogía el transbordador rumbo a Manhattan y me pasaba todo el día recorriendo las agencias y presentándome a los anuncios de ofertas de trabajo.» 

En una de esas agencias conoció a Joanne Woodward, una aspirante a actriz. «Me cayó mal nada más verlo, pero era muy guapo, gracioso y pulcro», recordaría ella. Tampoco tuvo una gran opinión de su capacidad artística: «Cuando lo vi actuar por primera vez, me pareció muy malo. No era más que una cara bonita».

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El bebedor compulsivo

Newman se hallaba atrapado en un matrimonio que cada día se parecía más a una trampa. Scott era un niño incontrolable que no dejaba de gritar y llorar. Luego llegaron dos niñas más. Jackie se ocupaba de los críos mientras Paul se pasaba el día y muchas noches en Manhattan, trabajando o saliendo con Joanne. 

«Desde el principio, Paul y yo tuvimos una ventaja: fuimos buenos amigos antes que amantes». El actor consiguió un papel en una película de la Warner, El cáliz de plata. Fue un desastre. «Cuando la vi, me sentí horrorizado. Estaba seguro de que mi carrera había empezado y acabado con ella».

Pero aprendió de sus limitaciones y fue ganando prestigio. Bordó la interpretación del boxeador Rocky Graziano en Marcado por el odio. Empezaba a ser famoso. Y bebía cada vez más. Una noche se fue a cenar con los amigos y acabó estrellando el coche contra una boca de incendios, totalmente borracho. 

Aquella detención tuvo consecuencias insospechadas. En parte se debía al consumo de alcohol, pero también obedecía a una contradicción interior que lo atormentaba. Mientras había estado en California acabando el rodaje, se había visto a menudo con Joanne Woodward, que, además, era amiga de Jackie. Según Levy, la confusión y el sentimiento de culpa lo empujaban a buscar una válvula de escape en la bebida. 

Se desató la crisis. Newman reconoció, primero ante sus amigos y luego ante su mujer, que se había enamorado de Joanne. El divorcio fue traumático para todos los implicados.

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El adúltero

Paul se casó con Joanne y compraron una casa en Newport (Connecticut), la antítesis de Hollywood, y no en la zona elegante, sino cerca de un bosque y de un colegio público. 

Todo parecía ir bien, pero durante el rodaje de Dos hombres y un destino, el actor tuvo una aventura con Nancy Bacon, una periodista de Hollywood divorciada. Robert Redford les hizo de carabina. Siguieron viéndose durante año y medio.

No pudo ser piloto en el Ejército porque era daltónico. Fue la primera decepción. La segunda fue como actor. Lee Strasberg, su maestro, lo criticaba sin piedad

Al final, el romance murió por sí solo. «Estás siempre borracho y ni siquiera puedes hacer el amor», le reprochó Bacon a Newman, al que la periodista describiría como «un canalla desconsiderado y alcohólico, desgarrado entre sus impulsos por comportarse rectamente y su necesidad de ir de un lado a otro como un atolondrado». Tenía un sentimiento de culpa evidente. 

Cuando ella puso punto final, aduciendo que iba a casarse, Paul le contestó: «Estupendo. Buena suerte. Oye, ¿y no podríamos vernos unas cuantas veces más antes de que lo hagas?». Poco después los Newman, que estaban al borde de la ruptura, cogieron a sus tres niñas y se marcharon de vacaciones.

Volvieron reconciliados. Joanne diría, salomónica: «Ser la señora de Paul Newman tiene su lado bueno y su lado malo, y puesto que seguimos estando juntos, lo lógico es pensar que hay más bueno que malo».

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El padre inconstante

Newman tampoco fue un padre ideal. Susan, la mayor de sus cinco hijas, fue muy conflictiva durante su adolescencia. Se enamoró de un profesor y decidió que estaba demasiado gorda para gustarle. Adelgazó 20 kilos en un mes y casi pierde la vida. 

Pero sus problemas no eran nada comparados con los de su hermano. Como único hijo varón, a Scott le costaba cargar con el apellido y la fama de su progenitor. 

Desde muy joven coqueteó con las drogas y el alcohol. Fracasó en la escuela. Se le metió en la cabeza que no podía aceptar un centavo de su padre y que debía vivir por sus propios medios. Aceptó un trabajo como conductor de autobús. Fue leñador y albañil. Y si le faltaba dinero, le pedía a los amigos antes que a su padre.

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La muerte del hijo

Pero Scott era el que se hacía daño a sí mismo. Un día se desayunó con ron y cocaína, y luego se tomó nueve valiums para echarse una siesta. No se despertó. Newman quedó devastado. «En cierto sentido, llevaba diez años esperando que sucediera. Y de alguna manera mi cuerpo había ido elaborando un antídoto. Sentí muchas cosas cuando recibí la llamada en la que me decían que mi hijo había muerto, pero más que nada creo que me puse de muy mala leche. Scott y yo habíamos perdido la capacidad de ayudarnos mutuamente. Yo no sabía cómo ayudarlo, y él no sabía cómo ayudarse a sí mismo».

Estaba casado cuando se enamoró de Joanne Woodward. El sentimiento de culpa lo llevó a la bebida, como cuando años más tarde le fue infiel a Joanne…

El mito huraño

Newman creó una fundación de ayuda contra la drogadicción, pero su humor se agrió. Odiaba firmar autógrafos, no asistía casi nunca a los estrenos, a la entrega de los Oscar fue en contadas ocasiones. Intentaba pasar inadvertido incluso cuando conducía. 

No tenía un gran coche, sino un Escarabajo tuneado con un motor Porsche. Y luego estaban sus ojos. No había hecho nada para tenerlos así, pero todo el mundo parecía desear poseerlos y mirarlos. Los escondía detrás de unas gafas de sol. En cierta ocasión, una desconocida se le acercó y le pidió que se las quitase. Era la enésima vez. Paul Newman se sintió como un trozo de carne: «Yo me quito las gafas si usted se quita la blusa para que pueda verle las tetas.»

Imagen de portada: Paul Newman

FUENTE RESPONSABLE: El Correo. Semanal XL. España. Por Valentina Grao. 23 de septiembre 2022.

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