Brigada homicida: Crónica de un policía.

Al amanecer del viernes 9 de junio de 1967 la suerte les da la espalda a dos baqueteados policías, Dan Madigan (Richard Widmark) y Rocco “Rocky” Bonnaro (Harry Guardino), de la Comisaría del distrito 23. En la parte alta de Manhattan, irrumpen sin mucha ceremonia en un cuartucho barato en el que Barney Benesch (Steve Inhat) se lo está pasando bien con una guapa chica hispana. Lo buscan para un interrogatorio rutinario que piden sus compañeros de Brooklyn. Mientras Benesch se viste, los dos detectives no pueden apartar los ojos del cuerpo desnudo de la joven, lo que aprovecha aquél para encañonarles con una automática y arrebatarles sus armas reglamentarias. La persecución que sucede es infructuosa, Benesch se les ha escapado. La cosa empeora cuando en la comisaría el Jefe les da cuenta de un reciente teletipo: Benesch ha participado en un robo en el que ha muerto un policía. A Madigan, un buen policía, de esos que viven con intensidad la calle y cuenta favores por doquier y con tendencia a saltarse los reglamentos, y a Bonaro, el Comisionado de Policía, el estricto Russell (Henry Fonda), que no tiene buena opinión de Madigan, quien sirvió a sus órdenes, les da un plazo de 48 horas para que encuentren y detengan a Benesch.

Madigan (Brigada homicida, 1968) podría ser un thriller policial sin más, pero no lo es. Es justamente lo contrario: un thriller con ribetes noir lleno de complejidades, brillantemente dialogado e interpretado y filmado con seca precisión por Don Siegel. Brigada homicida en su esqueleto narrativo es una vertiginosa mirada a tres días en la vida de los dos policías, obsesionados por encontrar y detener a Benesch, tanto como en la del Comisionado Russell y su segundo de abordo y amigo de siempre, el Inspector Jefe Charles Kane (James Whitmore), al que una grabación le pone en relación con sobornos mafiosos.

Un magnífico guión, obra de dos escritores blacklisted por el siniestro McCarthy, Abraham Polonsky y Howard Rodman, que escribe bajo el pseudónimo de Henri Simoun, convierte a Brigada homicida en un mapa de la condición humana pululando por un Manhattan nocturno o diurno, duro, una ciudad que no da tregua a la trepidación que la recorre del Harlem hispano al Lower Manhattan. Un mapa para recorrerlo sin brújula, con adulterios llenos de culpa y amor, traiciones, sexo, pasiones del pasado que aún repuntan en rescoldos, códigos de lealtades que se leen sin palabras, familias quebradas por el oficio de policía, corrupción, política racial, amores y desamores que se anudan inextricablemente, enanos que negocian con cualquier cosa que tenga precio, exboxeadores desamparados que aún sienten lealtad y amistad, sirenas en la noche, garitos… Una de esas canciones de bar y madrugada de Sinatra, con la corbata desabrochada, la lengua pastosa y todos los recuerdos desfilando como fantasmas que se niega a retirarse.

Brigada homicida se ve de un golpe y se recuerda siempre con personajes como la hermosa y dolorida Tricia Bentley (Susan Clark) que vive un adulterio lleno de culpas de ida y vuelta con el viudo Russell y que reflexiona con lucidez, afirmando que “el adulterio le convierte a uno en alguien solitario”, o Jonsey (Sheree North), una cantante que ofrece una cama plegable a un fatigado Madigan y le interroga acerca de por qué las cosas no pueden a volver a ser como antes de que se casara. Madigan le replica que está enamorado de Julia (Inger Stevens), su mujer. “Yo no te estoy pidiendo amor”, le miente desesperadamente la enamorada Jonsey. Esta película sin buenos ni malos porque todos lo son a la vez permite que Tricia le abra la puerta de la decencia de la amistad al estricto Russell, dispuesto a defenestrar a su amigo Kane, cuando le advierte que “a un amigo no se le debe juzgar sino querer”.

Don Siegel no se anda por las ramas y ataca con la precisión de un cirujano visual, con extraordinaria potencia narrativa barojiana, la acción filmada maravillosamente desde su mismo centro como lo hace el corazón de los personajes, que siempre se definen por lo que dicen y por lo que hacen. El excepcional reparto se encarna a sangre y fuego, a acción y palabras en la trama de Brigada homicida. Desde que la vi en el madrileño cine Bilbao una tarde de 1968, no he podio olvidar los rostros y las vidas de Widmark, en su mejor papel de siempre, a Fonda una escultura lincolniana llena de oscuridades y recovecos, Whitmore, la dignidad de vivir sabiendo su coste, y Clark, Stevens, North, Susan, Inger, Sheree, mujeres que saben lo que cuesta amar y el precio a pagar por la soledad y los recuerdos. Julia Madigan no comprende a su marido, su vida al límite, devota de su oficio, sin horarios, sin salarios lujosos, pero ni borracha y humillada es capaz de no expresarle que le quiere pese a todo. Russell decide que él y Kane pasarán juntos lo que venga porque así han vivido desde siempre. Madigan y Bonaro piden entrar solos a detener a Benesch, atrincherado en otro cuartucho, de nuevo con una chica como rehén, sediento de sangre de policía, una bestia sin futuro, una vida arrojada al sumidero. “Mañana será otro día”, comenta pragmático Russell a Kane, pero no es verdad porque en Manhattan, en el mundo, en la vida, nada es siempre mañana sino ahora, y el Destino no aguarda a nadie, de las horas la última mata, y el mañana a lo mejor es una coartada para quienes prefieren no ver, ignorar de cuánto barro valioso y dolorido estamos hechos los humanos.

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Madigan (Brigada homicida, 1968). Producida por Frank P. Rosenberg para Universal Pictures. Dirigida por Don Siegel. Guión de Abraham Polansky y Henri Simoun (Howard Rodman) adaptando The Commissioner, novela de Richard Dougherty. Fotografía de Russell Metty en color y Techniscope. Montaje Milton Schifman. Música de Don Costa. Vestuario de Sheryl Ellison. Dirección artística, Alexander Golitzen y George C. Webb. Interpretada por Richard Widmark, Henry Fonda, Harry Guardino, Inger Stevens, Susan Clark, Sheree North, James Whitmore, Michael Dunn, Steve Inhat, Don Stroud, Harry Bellaver, Warren Stevens, Raymond St. Jacques, Bert Freed Lloyd Gough. Duración: 101 minutos.

Imagen de portada: Fotograma de “Madigan”

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. “El cofre del pirata” por Eduardo Torres-Dulce. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 15 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Don Siegel

Dorothy Dandridge, recuperada del olvido

Lo de la reivindicación extemporánea, improcedente, desatinada, es una impertinencia en las entregas de premios, ya clásica, sobre la que empiezan a advertir algunos cineastas. En el mejor de los casos, resulta tan molesto como el afán de los líderes y las lideresas de pastorear a las masas por las avenidas, obstruyendo la vía pública, petando la ciudad, con la pancarta, la batucada y las consignas voceadas como un mantra ensordecedor. El cine, la cultura en general, contaminada por la política, es una abyección: la perversión por la infamia y la demagogia del verdadero instrumento para la emancipación del ser humano: la cultura, por la mayor vileza: la política. Pero lo de las causas y las solidaridades en los repartos de laureles son un oportunismo de marca mayor. Las galas, básicamente, son una feria de las vanidades. Se va a ellas a ser halagado. Un festival del ego al que los premiados acuden para vanagloriarse; los que aplauden, la murga para la adulación de quien es menester en pos de medro. De modo que eso de solidarizarse con quienes sufren a miles de kilómetros del palacio donde se reparten las estatuillas, no es más que cinismo, retórica, una subrepticia forma de autopromoción.

Con todo, hace años hubo un caso excepcional, ante el que yo me descubro en la distancia. Corría 2002 cuando Halle Berry fue distinguida con el Oscar a la Mejor Interpretación Femenina por su trabajo en Monster ‘s Ball (Mark Foster, 2001). En esas palabras de agradecimiento, que se esperan breves y sin majaderías, aún se estilaban las peroratas sobre la supuesta grandeza del trabajo en equipo. 

Pero Halle, muy emocionada, dedicó su estatuilla a la memoria de Dorothy Dandridge. Otra actriz de Cleveland (Ohio), como Halle, incluso nacieron en el mismo hospital. Dorothy 44 años antes. Ya estaba prácticamente olvidada cuando su rendida admiradora la recordó. Afortunadamente, Hollywood había cambiado mucho cuando Halle Berry recogió esa estatuilla que Dorothy Dandridge, aunque sí estuvo nominada, nunca llegó a recoger.

Llegado al fin el tiempo de honrar a las mujeres del pasado que supieron brillar por su trabajo en un mundo concebido por y para los hombres blancos, en una semana como la que hoy acaba, sí se antoja oportuno escribir sobre la Bess de Porgy y Bess, la adaptación de la ópera homónima de los hermanos Gershwin dirigida por Otto Preminger en 1959. Todo un clásico del repertorio musical estadounidense.

Ya entrando en materia, recuerdo la versión de I Love You, Porgy de la gran Billie Holiday —junto con Summertime la pieza más célebre de las diferentes adaptaciones jazzísticas que ha conocido la ópera en cuestión— y me pregunto cómo Lady Day —que llamaban a Billie cariñosamente los amantes del jazz— podía cantar tan dulcemente con esa vida horrorosa que el racismo de su país la dispensó. Lo suyo —o al menos a mí se me antoja— hubiera sido cantar con tanta fuerza como Janis Joplin. Sin embargo, y eso es algo que me parece sumamente femenino, Billie Holiday se enfrentó a la barbarie con su decadente dulzura. Uno de sus temas emblemáticos, «Strange Fruit», alude a los extraños frutos que penden de los árboles de un sur que el viento nunca se llevó. No son otros que los cadáveres de los afroamericanos linchados por el Ku Klux Klan, o cualquier turba caucásica sin capirote —al fin y al cabo, un linchamiento también es una manifestación de la voluntad popular—, y dejados allí —como los ajusticiados de La balada de los ahorcados (1463) de François Villon— para escarnio y advertencia de la gente de color. 

Pues bien, no sé si será el tempo, la cadencia de su fraseo o esa dulzura decadente de las yonquis anteriores a la popularización del caballo de la muerte, como lo fue Billie. Pero hay algo en la interpretación de «Strange Fruit» por parte de Lady Day —en su voz la mejor canción del siglo XX según la revista Time y una de las primeras piezas del cancionero de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos— que convierte en ironía la gravedad del asunto.

“Siempre quise el sonido de Bessie”, comentaba Billie. Se refería a Bessie Smith, la Emperatriz del blues, otra afroamericana digna del mayor de los encomios en estos tiempos nuestros. También de vida breve, por su alcoholismo y la Gran Depresión, a ella se deben clásicos del cancionero estadounidense, algunos de cuyos títulos hablan por sí solos: «Mi ginebra y yo», «Mándame a la silla eléctrica, cariño», «30 días en la cárcel» serían sus traducciones. Apenas comienza a entonar «After You’ve Gone» te sube al séptimo cielo. Murió de mala manera en un accidente de circulación. Cuando se encontraron sus restos en una tumba sin nombre, a comienzos de su reivindicación a finales de los años 60, Janis Joplin pagó la lápida que la recuerda debidamente en algún lugar de Pensilvania.

También se impone hablar en estos días de reivindicación de las grandes mujeres pretéritas de Sister Rosetta Tharpe, toda una pionera del rock & roll. Los riffs de su guitarra, vistos ahora, en esas rudimentarias grabaciones subidas a YouTube por los espontáneos, aún conmueven a cualquier amante de la queridísima música estadounidense del siglo XX.

Mujeres malditas todas ellas, por el simple hecho de ser afroamericanas nacidas en ese sur que el viento nunca se llevó. Todas son dignas de todos esos homenajes que nuestro tiempo tributa a todas sus congéneres por las que la historia no pasó. Pero hoy vengo a hablar sólo de una, Dorothy Dandridge, la Bess de Porgy and Bess.

Nacida en 1922, Dorothy creció en ese ambiente, mucho menos mediatizado por los odios seculares que el resto del país, que es la trastienda de la creación musical. Un pequeño limbo donde entonces se confundían el jazz, el blues y el boogie-woogie que acabaría siendo el germen del rock & roll. 

Hija de una conocida actriz radiofónica, Ruby Dandridge, y de un ministro bautista, a su madre no le fue difícil convertir a sus dos hijas menores en un dúo de niñas cantantes y bailarinas. Los cinco años que pasó recorriendo el profundo sur actuando junto a su hermana Viviane, apenas le permitieron ir al colegio. 

De vuelta al norte, las hermanas Dandridge también contaron entre los artistas afroamericanos que, para actuar en el célebre Cotton Club de Nueva York, entraban por la puerta de servicio. Hasta que la Gran Depresión puso fin a su carrera musical.

Su primera actuación ante las cámaras fue en un cortometraje de la Pandilla —todo un ejemplo de integración racial en los suburbios—, una serie con la que el gran Hal Roach —su productor— dio el paso del silente al parlante. Fueron varias las cintas en las que Dorothy intervino sin decir nada. De ahí que no aparezca acreditado su nombre. 

Sin embargo, en Un día en las carreras (Sam Wood, 1937), uno de los mejores filmes protagonizados por los hermanos Marx, incluso canta una pieza. Pero tampoco aparece en los títulos de crédito. Eso sí, en el 43 era la vocalista en la orquesta de Count Basie en Hit Parade 1943, de Albert S. Rogell; en el 44 hizo otro tanto en la de Louis Armstrong en Atlantic City, de Ray McCarey, y Pillow to Post (Vincent Sherman, 1945).

Debido a su rechazo a los papeles escritos dentro del prototipo de las afroamericanas en el cine clásico estadounidense, sus colaboraciones se vieron muy reducidas. 

Aun así, en el 41 compartió cartel con Gene Tierney en Sundown, una aventura africana de Henry Hathaway. Como sus facciones no eran las habituales de las mujeres negras, muy por el contrario, eran de blanca, esto hizo que los realizadores le confiasen papeles de princesas de fabulosos reinos africanos que a menudo eran villanas. Aproximadamente, ese fue el caso de Melmendi, la reina de Ashuba en Tarzán en peligro (Byron Haskin, 1951).

Y en 1954, cuando las manecillas del reloj dieron la hora de Dorothy Dandridge, fue para incorporar a otra villana. Ni más ni menos que Carmen, la protagonista de la célebre ópera de 1875 de Georges Bizet. Sobre un guión de Oscar Hammerstein II, Otto Preminger trasladó el asunto de la supuesta España decimonónica del original a un campamento militar del sur estadounidense de mediados del siglo XX. Interpretada toda ella por actores afroamericanos —Harry Belafonte era el coprotagonista—, se estrenó con el título de Carmen Jones y constituyó un éxito sin precedentes en las carteleras de todos los colores y del mundo entero. De entonces data su nominación al Oscar a la mejor actriz, que aquel año acabaron por dárselo a Grace Kelly.

Aunque Dorothy Dandridge, que nunca renunció a su carrera como vocalista, era una cantante muy reputada que actuaba en los mejores clubes estadounidenses. Sin ir más lejos, fue la primera afroamericana que cantó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, abriendo al hacerlo el camino a todos los músicos de color que la sucedieron. Pero en Carmen Jones fue doblada por una mezzosoprano.

Convertida en amante de Preminger tras separarse de su primer marido —el bailarín Harold Nicholas—, la Fox, el estudio que la tenía bajo contrato, escondió el asunto todo lo que pudo. 

Tanto por lo mal vistas que estaban entonces las relaciones interraciales —perfectamente podían acabar con un linchamiento— como por ser el realizador un hombre felizmente casado. Así las cosas, parece ser que cuando Dorothy se quedó embarazada, el estudio la obligó a abortar.

Además de amante, el realizador también se convirtió en su consejero. Con el tiempo, cuando todo —como siempre hay que prever, aunque nunca se hace— se le vino abajo, se arrepintió de seguir la indicación de Preminger y aceptar sólo papeles protagónicos. Carmen Jones, al fin y al cabo, la había convertido en toda una estrella. Fue la primera afroamericana que ocupó la portada de la revista Life.

Tras tres años apartada del cine, volvió para protagonizar Porgy and Bess, que resultó ser una de esas películas que perduran en el tiempo. Pero el éxito no se repitió. Tuvo que volver a interpretar a personajes de reparto. A menudo en Europa.

Unos años antes había perdido la patria potestad de su única hija. Llegado el momento de dar a luz, se empeñó en esperar a que su marido volviera a casa para llevarla al hospital: el tipo estaba en brazos de su amante. El parto se complicó, Dorothy llegó tarde, tuvieron que extraer a la niña con fórceps y el cerebro de la muchacha quedó dañado. De modo que el juez le quitó a su hija, quien creció tutelada por el estado. Apenas pudo verla.

Partió con Preminger cuando comprendió que el realizador nunca iba a dejar a su mujer por ella. Creyó que las manecillas del reloj volvían a dar su hora cuando Rouben Mamoulian la eligió para protagonizar su Cleopatra. 

Ya estaba muy avanzado el rodaje cuando los responsables de la Fox decidieron que todo lo rodado por Mamoulian no era comercial. Sustituyeron al realizador por Joseph L. Mankiewicz y a Dorothy Dandridge por Elizabeth Taylor. El equipo entero dio paso a otro. Fue el final de la carrera de Mamoulian, el arranque del desastre de Cleopatra y el comienzo de la ruina de Dorothy. 

Después, cuando el fisco la reclamó un dinero que no había pagado, descubrió que su representante le había robado una cantidad algo mayor. Tuvo que vender su casa de Hollywood y mudarse a un apartamento. Sobrevivió cantando, aunque no la dejaban bañarse en las piscinas de los hoteles donde actuaba. 

Su tiempo ya había pasado de una u otra manera. Se la encontraron muerta de una sobredosis de un tranquilizante. Se dijo que fue accidental. Kenneth Anger lo pone en duda. Ya en el olvido, Cicely Tyson, Jada Pinkett Smith, Halle Berry, Janet Jackson, Whitney Houston, Kimberly Elise, Loretta Devine, Tasha Smith o Angela Bassett sólo son algunas de las actrices y cantantes afroamericanas que la han reivindicado. Yo la evoco en su papel de Bess al escuchar «I Love You, Porgy» en la voz de la gran Lady Day, con el gran Lester Young al saxo.

Imagen de portada: Dorothy Dandridge

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor:Arturo Pérez-Reverte. 12 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Dorothy Dandridge/En memoria

Una semana antes del Oscar. El impacto global de Argentina, 1985: ¿cómo la ven en el resto del mundo?

En festivales, salas y a través del streaming, audiencias de los más diversos rincones del globo se sorprenden y emocionan con la película. 

Darín, la defensa de los valores democráticos y tres o cuatro claves más para entender el fenómeno.

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Los nueve minutos de ovación que recibió tras su proyección en el Festival de Venecia fueron el primer indicio. Luego siguió el Premio del Público en el Festival de San Sebastián, el Globo de Oro a la mejor película hablada en lengua no inglesa, el Goya a la película iberoamericana, la nominación en el rubro mejor película internacional para los Premios Oscar que se entregarán el próximo domingo.

Alfombra roja de la presentación de "Argentina, 1985" en el Festival de Venecia

Alfombra roja de la presentación de «Argentina, 1985» en el Festival de Venecia. Prensa Festival de Venecia

Algo viene generando Argentina, 1985, y ese algo no parece ser pequeño ni querer circunscribirse al selecto circuito de los festivales de cine.

Emiko Yamaguchi la vio en Tokio, con subtítulos en japonés y doblada al inglés. “No pude escuchar la linda voz de Ricardo Darín”, se lamenta

Con dirección de Santiago Mitre y guion de Mitre y Mariano Llinás, la película viaja a la década del ochenta, al segundo año de recuperación democrática tras la victoria de Raúl Alfonsín en las urnas; recrea el aspecto que Buenos Aires –en especial la zona de Tribunales– tenía en esa época y reconstruye el juicio a las Juntas Militares con el foco puesto en la figura del fiscal Julio César Strassera. Tema, locación y personajes locales, muy locales. Sin embargo, Argentina, 1985 no solo viene ganando los premios cinematográficos más prestigiosos del mundo, sino que está siendo vista, en salas o a través del streaming, por audiencias de Madrid, Roma, Nueva Delhi, Tokio. ¿Por qué captura la atención de los extranjeros? O, en todo caso, ¿qué ven quienes la ven más allá de las fronteras de nuestro país?

Cuando en septiembre del año pasado la película se estrenó en la Argentina, protagonizó un suceso que fue más allá de lo puramente cinematográfico. En el cine Lorca de la capital, las largas filas de espectadores, que llegaban hasta casi la esquina de Avenida Corrientes y Paraná, parecían una postal sacada de los mismos años ochenta retratados en el film. En la mayoría de las salas donde se proyectó se repetían escenas similares: familias que llevaban a sus hijos adolescentes a verla –como una suerte de iniciación ciudadana–, llantos contenidos durante la función, algún tarareo de canción ochentosa. 

Y aplausos en los momentos culminantes, sobre todo tras el célebre “Señores Jueces, nunca más” del alegato del fiscal Strassera encarnado por Ricardo Darín. “La película fue recibida con mucho entusiasmo no solo porque es buena sino porque recupera una experiencia nacional que tuvo éxito, en un momento en que la Argentina está en una profunda crisis”, escribió el crítico Gonzalo Aguilar en un medio uruguayo.

“Es una película perfecta para esta época en que la democracia está amenazada en todo el mundo”, dice Margaret Sobel, profesora de Lengua Inglesa, desde Nueva York

Por esos mismos días Argentina, 1985 también se había presentado en España. El periodista Juan Pedro Velázquez (66) la fue a ver a un cine de Madrid. “La sala estaba abarrotada–describe–; durante la proyección se sentía la conmoción en el público”. Cuenta que, tras verla, pensó que hubiera estado bien llevar a su sobrino, parte de una generación para la que la década del ochenta es algo así como la prehistoria. Y no tiene reparos en confesar lo que sintió al salir de la función: envidia.

Ricardo Darín y Santiago Mitre, actor y director de "Argentina, 1985" reciben el Globo de Oro a la mejor película hablada en lengua no inglesa

Ricardo Darín y Santiago Mitre, actor y director de «Argentina, 1985» reciben el Globo de Oro a la mejor película hablada en lengua no inglesa. Amy Sussman

“Para quienes fuimos jóvenes en los setenta, las Madres de Plaza de Mayo, el golpe de Estado en la Argentina, son temas conocidos. Nosotros salíamos de una dictadura, vosotros ibáis en la dirección opuesta –se explaya–. Y entonces dices ostras, ¿por qué no ha sido posible hacer algo así en España, ver cómo los responsables de la dictadura se sientan en el banquillo y enfrentan a la Justicia?”.

Juan Pedro no es el único. El mes pasado, durante la entrega de los Goya, el presentador de la gala, Carlos del Amor, lanzó un comentario que pronto se volvió viral (y generó no poco revuelo mediático en su país): “¡Qué envidia ver esta película, con el dictador juzgado y no muerto en la cama!”.

“Es difícil saber por qué la película gusta tanto, además de la atracción de figuras como Darín que está en camino de convertirse en un actor global –reflexiona Aguilar, en un intercambio de mails con La Nación–, creo que hay una dimensión internacional de lo que fue el Juicio a las Juntas que es solo comparable con la resolución que tuvieron las violaciones de los derechos humanos o el terrorismo de Estado en Sudáfrica. Fueron dos resoluciones muy diferentes, que en la Argentina tuvo en contra el hecho de que los militares nunca admitieron sus crímenes (al contrario de lo que pasó en Sudáfrica) y que fue una resolución increíble para poner fin a un ciclo (los países que no lo hicieron como Brasil o Chile todavía están sufriendo las consecuencias)”. Aguilar destaca la destreza y capacidad narrativa que se pusieron en juego en Argentina, 1985: “Para quienes no tienen mucha idea, ya el título de la película y las redes dan mucha información y entonces la historia de cómo hacer justicia en un caso tan excepcional y cómo fueron sus entretelones se transforma en una historia apasionante y, paradójicamente, en íntima y épica a la vez”.

Argentina 1985

Argentina 1985. Daniel, Maria Florencia (EDITORA FOTOGRAFICA)

Lo cierto es que, a poco de ser presentada en Venecia, la película se proyectó en salas y festivales de Suiza, Alemania, Andorra, Gran Bretaña, Uruguay, Brasil y Estados Unidos, entre otros países. En octubre comenzó su difusión a través de la plataforma Amazon Prime Video y ese fue el gran salto hacia el exterior: en este momento Argentina, 1985 está al alcance de espectadores de Tailandia, Turquía, Polonia, Singapur, Taiwán, Egipto, Sudáfrica, Japón.

“En Madrid, la vi en un cine común. Durante la proyección se sentía la conmoción del público”, describe el periodista Juan Pedro Velázquez

En este último país, en Tokio, vive Emiko Yamaguchi (51). Casada con un uruguayo, Emiko cuenta que hace treinta años, cuando vio La historia oficial [película de Luis Puenzo que obtuvo el Oscar en 1986] tuvo su primer e “impactante” contacto con la historia reciente de América del Sur. A Argentina, 1985 la vio con subtítulos en japonés y doblada al inglés. “No pude escuchar la linda voz de Ricardo Darín”, se lamenta. Pero también señala: “muestra que la democracia argentina se inició en el respeto a las instituciones, la ley, la división de poderes, el respeto a los derechos humanos, algo que todo el mundo necesita continuar valorando, en especial en este momento, cuando está cambiando drásticamente el orden internacional”.

La actriz Laura Paredes recrea el testimonio de Adriana Calvo de Laborde en "Argentina, 1985"

La actriz Laura Paredes recrea el testimonio de Adriana Calvo de Laborde en «Argentina, 1985»

Pensada para el mundo

A comienzos de este año, durante una entrevista realizada por CNN, Agustina Llambi-Campbell, productora de la película, revelaba parte del misterio. Sí, Argentina, 1985, pese a tratar un tema estrictamente local, tiene componentes –reivindicación de la democracia, de los derechos humanos y de quienes los defienden– que son universales y que por eso mismo la hacen comprensible para cualquier persona en cualquier parte del mundo. Y sí, también, desde un inicio estuvo pensada para la proyección internacional.

“Queríamos hacer una película que tuviera un eco en una audiencia internacional sobre un tema muy argentino, pero con una forma, una narrativa de thriller clásico –explica Llambi Campbell en esa entrevista–. Para que justamente los temas más importantes se puedan transmitir”.

"Cine civil en su mejor momento": así definió el Corriere della Sera a "Argentina, 1985" luego de su estreno en las salas italianas

«Cine civil en su mejor momento»: así definió el Corriere della Sera a «Argentina, 1985» luego de su estreno en las salas italianas.

Desde Long Island, Nueva York, la profesora en Lengua Inglesa Margaret Sobel no tiene dudas: “Es una película perfecta para esta época en que la democracia está amenazada en todo el mundo”, afirma. Entre las escenas que más la conmovieron, está la desenfrenada carrera de Peter Lanzani –Luis Moreno Ocampo en la ficción– por las calles de Buenos Aires cuando teme ser perseguido. “Podés sentir su miedo y su sensación de aislamiento”, describe Margaret.

"Me impresionó que solo gente joven se acercara a ayudarlos", comenta desde Nueva York la comerciante Anastasia Portnoy, tras ver la película.

«Me impresionó que solo gente joven se acercara a ayudarlos», comenta desde Nueva York la comerciante Anastasia Portnoy, tras ver la película.

También neoyorquina, la comerciante Anastasia Portnoy (55) cuenta que no conocía la historia del Juicio a las Juntas, y que la visión de la película la llevó a buscar en Wikipedia más detalles sobre ese suceso y la vida de Strassera y Moreno Ocampo. “Me impresionó que solo gente joven se acercara a ayudarlos”, comenta, en relación al equipo de profesionales que aceptó trabajar con Strassera pese al miedo imperante en aquellos años.

También en Estados Unidos, pero en la costa del Pacífico, en San Francisco, James Mitchell (59) dice que, aunque conocía la historia de la dictadura y del movimiento de derechos humanos, nunca, hasta ver la película, había oído hablar del Juicio a las Juntas. “Me encantó ver las fotos de los protagonistas reales que se proyectan al final –cuenta–. Creo que para el público no argentino es un momento muy instructivo. Humaniza a los personajes; los espectadores salimos del cine sabiendo que esa fue gente real y que ese fue un horror real”.

En la película se recreó cuidadosamente el Buenos Aires de la década del ochenta

En la película se recreó cuidadosamente el Buenos Aires de la década del ochenta.

Hace unos diez días, un posteo en una red social hizo que se multiplicaran las reproducciones de Argentina 1985 en Amazon Prime. No era cualquier posteo: el mismísimo Lionel Messi, tras elogiar la película, había lanzado: “¡Vamos por el tercero!”, en alusión a los dos Oscars que ya obtuvo la Argentina (la mencionada La historia oficial y, en 2010, El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella).

Bastante antes de que el líder de la Scaloneta reactivara el interés por este film, Juan Carlos Tovar (48), ingeniero venezolano que llegó a la Argentina en julio de 2016, ya la había visto dos veces: una en sala, otra por streaming. “Es que soy muy maniático con el cine”, admite, risueño.

Juan Carlos está haciendo los trámites para adquirir la ciudadanía, por lo que la zona de Tribunales tan presente en Argentina, 1985 le resulta más que conocida. La historia local no tanto, aunque la película lo movió a pensar varios contrapuntos y analogías con sucesos de su propio país. “Lo que me parece interesante es que en cierta medida se hizo justicia”, asegura.

–¿Hubo algo que te resultara difícil de entender?

–Tuve que googlear la palabra “facho” (risas).

Algún que otro término de la jerga local, algún que otro detalle muy específico… más allá de eso, cualquier espectador de más de 40 años y medianamente informado, accede de inmediato a la esencia de la película, viva en la ciudad del mundo en que viva. ¿Las claves de esa empatía? La vieja narrativa del personaje pequeño, vulnerable, que se enfrenta casi en soledad a un poder que lo supera, la afición global por los docudramas, la defensa de los valores democráticos (“cine civil en su mejor momento” la definió hace unos días el Corriere della Sera, además de calificarla por encima de La Ballena, estrenada en Italia la misma semana). Argentina,1985 cuenta, además, con un arma secreta: Darín. La mayoría de los extranjeros consultados por la Nación lo mencionan con cariño y devoción.

Santiago Mitre, director de "Argentina, 1985"

Santiago Mitre, director de «Argentina, 1985»

“Mi grado de conocimiento de la historia de la Argentina es muy poco profundo –admite Noemí Morales (49), asesora en Marketing y Comunicación que vive en Vilajuïga, Cataluña–. En 1985 tenía 11 años, pero sí que había oído hablar de las Madres de Mayo y tenía en mente su imagen, con los pañuelos atados a la cabeza, en la Plaza de Mayo. Imágenes que aparecían en el Telenoticias”. Por su parte, Soraya Constante (44), periodista ecuatoriana que vive en Madrid, comenta: “La vi porque quería saber más de esa historia tan oscura”.

¿Y qué de la película los sorprendió más? Responde Emiko Yamaguchi, doce horas de diferencia horaria: “La canción del final”.

El arte y su eficacia para tocar las fibras más universales. Nacida y criada en Japón, Emiko conoce la historia contemporánea, está al tanto de ciertos eventos que marcaron a nuestro país, habla español. Pero jamás había escuchado hablar de un tal Charly García ni oído cierta canción llamada “Inconsciente colectivo”: los acordes que se escuchan mientras pasan las últimas escenas del film, un golpe al corazón, aquello de que “es necesario cantar de nuevo una vez más”. En el idioma que sea, en el rincón del mundo que lo necesite.

Imagen de portada: Afiche con el que Amazon Prime Video promociona «Argentina, 1985» en Japón

FUENTE RESPONSABLE. La Nación. Argentina. Por Diana Fernández Irusta. 5 de marzo 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Premios Oscar 2023/ Competencia.

La mayoría silenciosa de tu pueblo está asustada (y Quentin Tarantino sabe por qué).

JARABE DE MAGNUM 44

El nuevo libro de Tarantino, sobre el cine estadounidense de los setenta, desmenuza una polémica antigua, pero con ecos en las guerras culturales del presente: ¿Es ‘Harry el Sucio’ una película fascista? No exactamente.

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Pss, pss, amigo pureta, ¿problemas en el barrio? La ciudad (San Francisco) es un avispero de hippies, punks, panteras negras, delincuentes y asesinos en serie, la policía está desbordada y atada de pies y manos y los burócratas campan a sus anchas. 

Pero no se alarmen: nada que no pueda resolver la Magnum 44 del inspector Harry Callahan (con la ley o sin ella). La frase «alguien tiene que hacer el trabajo sucio» vale para describir Harry el sucio (Don Siegel, 1971), pero también un sinfín de películas estadounidenses de esa época (los setenta y ochenta) que respondían al miedo soterrado del americano común a la contracultura sesentera (recuerden la seminal El justiciero de la ciudad, de Charles Bronson, pero también, a su manera subversiva, Taxi Driver). 

Los críticos más prestigiosos de EEUU calificaron el filme de «fascista», pero al público no le impresionó la advertencia: se rindió a las imágenes del thriller brutal propuesto por Siegel y Clint Eastwood.

¿Era Harry el sucio una película facciosa? He aquí una polémica cultural antigua, pero más que vigente (recuerdan la polémica reciente sobre si Joker era una película reaccionaria), y que Quentin Tarantino desmenuza en su nuevo libro, Meditaciones de cine, imperdible ensayo cinéfilo sobre la década en que el joven Tarantino se hizo adicto a las películas.

La controversia sobre Harry el sucio tiene, por tanto, ecos en nuestras actuales guerras culturales: sobre análisis del filme, recepción polarizada, foco en los estilos de vida y batalla campal entre progresistas y conservadores. Una batalla costumbrista fundacional.

No es trigo limpio

No nos hagamos trampas al solitario antes de empezar: calificar Harry el sucio de fascista quizá sea un poco grueso, pero que Harry Callahan no es un santo y la película lleva metralla social malsana lo saben en Pekín, y también su director, Don Siegel, autor de monumentos como La invasión de los ladrones de cuerpos y Código del hampa (homenajeada por Tarantino en varios filmes). 

Durante el rodaje de Harry el sucio, Siegel describió así en una entrevista el personaje de Harry: «Un hijo de puta racista que echa la culpa de todo a los negros y a los hispanos». ¿Debate cerrado, pues, sobre el racismo del filme? 

No para Tarantino, que piensa que el meollo político de la película es mucho más complejo.

Cinematográficamente hablando, Tarantino cree que «si Harry el sucio fuera un boxeador, sería Mike Tyson en su máxima plenitud», y destaca “la forma en la que el director maneja al héroe y el villano, su atracción por la fotografía de exteriores y su capacidad para impactar al público con la brutalidad y para emocionar mediante escenas de acción destinadas a complacer a los espectadores”. 

Cuenta Tarantino que Siegel tenía querencia por el «agente de la ley y el orden descarriado, enfrentado a sus superiores y que actúa por su cuenta»; pero no solo por las posibilidades dramáticas y políticas de este tipo de personajes, también por las metafóricas: Siegel veía su tirante relación con los grandes estudios de Hollywood en esos mismos términos: «Yo soy ese mismo personaje. ¡En los estudios desde luego que lo soy!», contó Siegel a Peter Bogdanovich en una entrevista. 

Escribe Tarantino: «Puede que hiciera las tareas que le pedían sus jefes, pero no las hacía como sus jefes querían. Al igual que sus personajes policías, Siegel las hacía a su manera”.

«Si bien ‘Harry el sucio’ no es una película racista, ni la película fascista que denunciaban sus detractores, sí es agresivamente reaccionaria»

 Pero vamos al lío. ¿Qué tara tenía el inspector Harry Callahan en la cabeza? 

Digamos que no eran solo tiranteces con algún vecino concreto de otra raza, su problema era muchísimo mayor y difícil de solucionar, su trauma era con LA ÉPOCA QUE LE HABÍA TOCADO VIVIR. 

Habla Tarantino: «Las reglas, según Callahan, han sido reescritas en favor de la escoria. La sociedad protesta airadamente contra la brutalidad policial. El público se pone del lado de los maleantes. Y los mandamases, pusilánimes todos ellos, se someten a un orden social cada vez más permisivo que favorece a los infractores de la ley… 

Naturalmente, ese punto de vista no lo compartiría un chico encarcelado tres años por llevar encima una bolsa de hierba. 

Pero ese es el punto de vista de Harry”. Un cineasta poco sospechoso de remilgos progresistas como Sam Peckinpah, además de amigo de Siegel, dijo tras ver el filme: “Harry el sucio me encantó, pese a que me horrorizó. Una bazofia espantosa a la que Don Siegel le sacó verdadero partido. Detestaba lo que la película estaba diciendo, pero el día que la vi el público la ovacionaba”.

Dirty Harry – Trailer – (1971) – HQ

Los críticos Pauline Kael y Roger Ebert, con enorme prestigio e influencia entonces, coincidieron en que el filme adoptaba una «postura moral fascista», algo que enfadó a Eastwood durante años, y que Siegel recibió encogiéndose de hombros: aunque después del estreno admitió que le preocupaba que “sus amigos progresistas renegaran de él”, en el fondo tenía la satisfacción del deber genérico cumplido: “Don, como viejo realizador de género, era apolítico.

Su trabajo consistía en emocionar al público por cualquier medio necesario”. 

El problema político del filme era más perverso que sus devaneos filofascistas. El tomate era, según Tarantino, la forma en que Siegel «confeccionó la película a medida del público al que iba dirigida: estadounidenses frustrados de cierta edad que en 1971 —cuando leían los diarios— ya no reconocían a su país» (otra vez Harry el sucio como laboratorio del futuro, ahora que los grandes tertulianos puretas se quejan de que ya no reconocen la cultura de su país por el presunto secuestro woke). 

Sigue Tarantino: «Lo que Nixon llamó la mayoría silenciosa estaba asustada. Asustada de una América que no reconocía y de una sociedad que no entendía. 

La cultura juvenil estaba relevando a la cultura popular. Si uno tenía menos de 35 años, eso estaba bien. Pero si uno era mayor, quizá no. Por aquel entonces mucha gente veía las noticias horrorizada. Hippies, panteras negras, sectas homicidas que lavaban el cerebro a los chicos de las zonas residenciales para que consumieran ácidos y se sublevaran y mataran a sus padres, jóvenes (hijos de veteranos) que quemaban sus cartillas de reclutamiento o huían a Canadá, tus propios hijos llamando «cerdos» a los policías, delincuencia callejera violenta, la aparición del fenómeno de los asesinos en serie, la cultura de las drogas, el amor libre, el destape y la violencia y la irreverencia en el cine del Nuevo Hollywood, Woodstock, Altamond, Stonewall, Cielo Drive. 

A muchos estadounidenses ese mosaico les metía el miedo en el cuerpo. Ese era el público al que iba dirigida Harry el sucio. Para los estadounidenses frustrados, Harry Callahan representaba una solución a la traumática violencia a la que de pronto se veían obligados a adaptarse».

Reaccionaria a secas

¿La conclusión de Tarantino sobre el supuesto fascismo del filme? 

“Si bien Harry el sucio no es una película racista, ni la película fascista que en su día denunciaban sus detractores, sí es reaccionaria. Agresivamente reaccionaria. Y promueve un punto de vista reaccionario, a veces como subtexto y otras como texto. Porque los espectadores a los que la película pretendía entusiasmar tenían una visión de la sociedad, en rápido cambio, que los rodeaba rayana en el ‘shock del futuro’. Harry el sucio dio voz a sus miedos, les dijo que tenían razón al pensar de ese modo y les ofrece un héroe de calibre 44 que luchara por ellos”. 

«Se necesita un cineasta magnífico para corromper totalmente a un público» 

La zona cero reaccionaria del filme es la célebre escena en la que Harry fulmina a unos atracadores de bancos negros mientras come un perrito caliente y suelta una perorata sobre el poder de la Magnum 44 como nuevo orden moral. Tarantino describe así el subtexto de la secuencia: 1) “La escena es política por la asignación a tres actores negros de los papeles de los atracadores. Si estos hubiesen sido interpretados por tres actores blancos, la escena habría carecido de contexto político. Harry sería solo un poli que se ha tropezado con un atraco en un banco y lo ha impedido. 

Tal como hace Superman una y mil veces en el cómic. Si los actores hubiesen sido blancos, se los habría visto (más o menos) como delincuentes profesionales. Puesto que existen bancos, nada en la escena hubiera indicado un cambio social”. 2) “Pero la verdad es que los atracos a bancos tampoco se asocian a estadounidenses negros. A excepción -en esa época en particular- de una subsección de la América negra: los activistas revolucionarios negros que atracaban bancos para comprar armas. Y basta con echar un vistazo a los atracadores de Harry el sucio para darse cuenta de que su ropa procede de la sección del departamento de Vestuario de la Warner Bros dedicada a los Black Panthers”.

Dirty Harry (1971) – My Magnum 44

3) “A muchos estadounidenses blancos de cierta edad les daban más miedo los activistas negros coléricos que la Familia Manson, el Asesino del Zodiaco y el Estrangulador de Boston juntos. 

Los hippies los indignaban. Porque los hippies eran hijos suyos, y sus hijos los indignaban. Ver a los hippies quemar la bandera de EEUU en protesta por la guerra de Vietnam los sacaba de sus casillas. 

Sin embargo, con los activistas negros se cagaban de miedo. La ira, la retórica, el programa, el uniforme, las fotos posando con sus armas automáticas, el odio a la policía, el rechazo hacia la América blanca (los blancos son incapaces de comprender una situación en la que no se los pueden perdonar por transgresiones pasadas). 

Pero ahí estaba Harry Callahan. Él no tenía miedo. Mientras se acercaba a un sucedáneo de Black Panther que iba armado con una escopeta, no solo no tenía miedo, sino que ni siquiera se molestó en dejar de masticar su perrito caliente”. 

El asunto peliagudo es que ese Harry sobrado nos encantaba, en parte porque la trama del filme nos forzaba a ello. “La genialidad de la película reside en que toma a ese personaje transgresor y lo enfrenta a un asesino en serie», explica Tarantino. Es decir, como espectador, uno no solo se ve obligado a empatizar con los asilvestrados métodos de Harry, sino a jalearlos para parar los pies al monstruo. 

“Esos elementos confieren a la película una moralidad dudosa y un trasfondo levemente inquietante”, zanja Tarantino, pero no para amonestar a Siegel, sino para resaltar su desafío al apostar por un “protagonista al que es difícil apoyar, pero apoyamos de todos modos. Eso viene a demostrar algo en lo que siempre he creído: se necesita un cineasta magnífico para corromper totalmente a un público”.

Imagen de portada: Inspector Harry Callahan, un mal día lo tiene cualquiera.

FUENTE RESPONSABLE:  El Confidencial. Por Carlos Prieto. 7 de febrero 2023.

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Quentin Tarantino, el cine a quemarropa

Malditos; heterodoxos, alucinados.

Si Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) mantiene lo dicho en numerosas ocasiones acerca de abandonar la realización cinematográfica al cumplir los 60 años o incluso antes, una vez que las proyecciones digitales se hubiesen generalizado, no debe de quedarle mucho tiempo para el retiro. 

Los 60 inviernos los cumple la primavera que viene y, desde que en 2010 empezó a imponerse la digitalización en todo el mundo, deben de ser muy pocas las salas comerciales donde aún se proyecta en el ya legendario 35 mm. En España, salvo error u omisión, no queda ninguna. Ahora, las películas, en puridad, ya no lo son. Aunque conservan el nombre, ahora los filmes, como casi todo, son un archivo de datos.

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Recuerdo haber escrito en términos muy semejantes hace 40 años. Entonces era el gran François Truffaut quien iba a dejar el cine cuando el vídeo desplazase al celuloide —acetato de celulosa para ser exactos— como soporte de las filmaciones. Al final fue La Parca la que le retiró en 1984, llevándose prematuramente al autor de La noche americana (1973) al cementerio de Montmartre. Sólo contaba 52 otoños. 

Fue algo repentino y la cinefilia internacional, que tuvo en el gran Truffaut a uno de sus primeros mentores, de un día para otro, quedó sumida en el estupor. Luis Eduardo Aute, en memoria de François Truffaut, escribió Cine, cine, una de sus canciones más célebres de los años 80.

Los editores de Meditaciones de cine (Reservoir Books), el segundo libro de Tarantino, llegado en estos días a las librerías, comparan al cineasta estadounidense con el maestro francés. Publicado tras Once Upon a Time in Hollywood: A Novel (2021), la versión literaria de su última cinta, bien es cierto que se verifican varias analogías entre ambos realizadores. Aún sin haberla leído, por lo que sé a través de sus noticias y lo que su propio título indica, esta nueva entrega del Tarantino escritor equivaldría a Las películas de mi vida (1975), el libro en el que Truffaut reunió los artículos publicados, no sólo en Cahiers du Cinéma, donde fue el crítico más combativo, también en Le Parisienne, Arts, Radio, Cinéma y Le Bulletin de Paris  Las películas de mi vida hoy es todo uno de los textos canónicos de la literatura cinéfila.

Esa supuesta proximidad del fin de su filmografía, suposición que también parece sugerir su nuevo libro —son harto sabidas sus declaraciones acerca de dedicarse a la literatura tras estrenar su décima película— señala la oportunidad de volver ahora sobre la obra de este antiguo empleado de un videoclub de Manhattan Beach (Los Ángeles), que habría de merecer un par de Oscars, una Palma de Oro en Cannes, tres premios Bafta y toda una lista de prestigiosas distinciones.

Cinéfilos antes que cineastas, Truffaut y Tarantino fueron dos heterodoxos —el estadounidense además alucinado— ante quienes se rindió la ortodoxia. 

A Truffaut se le premió en Cannes, un año después de haberle prohibido la asistencia al festival por la virulencia desplegada en sus artículos contra las cintas presentadas a concurso; a Tarantino, se le llevó del cine independiente estadounidense, en el que rodó Reservoir Dogs (1992), para elevarle a la cima de Hollywood. 

Ahora bien y sin que ello signifique menoscabo alguno para la obra del francés —al que particularmente admiro mucho más, infinitamente más, que a Tarantino—, cumple reconocer que el estadounidense nunca se ha plegado a los cánones de la ortodoxia, en tanto que el afán rupturista —la heterodoxia siempre es rompedora—, con el que la Nouvelle Vague irrumpió en la cartelera internacional, en el gran Truffaut se extingue en Jules et Jim (1962).

Lo más seguro es que ese romanticismo ortodoxo, al que tiende el cine de Truffaut desde comienzos de los años 60, sea la causa de que el autor de Los cuatrocientos golpes (1959) nunca aparezca en las diversas listas de “mejores películas”, y otros actos de exaltación cinéfila, que el autor de Malditos bastardos (2009) viene dando a conocer desde que se le recuerda. Desde Peter Bogdanovich y Martin Scorsese, Tarantino ha sido el más cinéfilo de los realizadores estadounidenses.

Es el gran Godard, el otro heraldo de la Nouvelle Vague, rupturista hasta que se quitó la vida hace unos meses, aquel a quien Quentin admira con todo ese entusiasmo que le caracteriza. El mismo día que vio El soldadito (1963), el alegato de Godard contra la guerra de Argelia, después de haber recelado de su autor como el noventa por ciento de los espectadores, quedó tan fascinado con el heterodoxo por excelencia de la gran pantalla, que por la noche asistió a la proyección de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960). Tarantino es tan godardiano que hasta su productora se llama Banda aparte, todo un tributo a la cinta homónima, una de las más bellas del Godard mítico. Aquella de 1964 en la que Anna Karina bailaba el Madison y atravesaba el Louvre a la carrera, flanqueada por Arthur (Claude Brasseur) y Franz (Sami Frey) en ambos casos.

Cifro la heterodoxia de Quentin Tarantino en torno a dos cuestiones: hacer cine de géneros desde la perspectiva inequívoca del cine de autor y buscar la risa del espectador donde, antes que él, pocos habían osado provocarla. 

Si leyésemos una sinopsis literal de Reservoir Dogs, sin interpretación ni paráfrasis alguna de su argumento, en el primer filme de Tarantino —la crónica de un atraco que ha salido mal, narrada a través de los diálogos de quienes lo han perpetrado mientras permanecen escondidos en un almacén y torturan a un policía para saber quién es el agente infiltrado entre ellos que ha desbaratado sus planes— no habría nada que provocase la hilaridad de nadie. 

Sin embargo, una de las principales características de Reservoir Dogs es su singular buen humor, una manera alucinada de hacer gracioso algo tan serio como una violencia que, retratada por cualquier otro realizador menos dotado para conducir a su antojo la mirada del respetable, podría haber resultado tan hiriente como lo es, para tantos espectadores, ver una tortura mostrada sin paliativo alguno.

Sí señor, Tarantino fue todo un pionero en la hilaridad de las cosas que, en principio, son graves. Cuando el éxito de Reservoir Dogs transcendió la cartelera de su tiempo para convertirse en un verdadero hito de la cultura finisecular —hasta la editorial española de Meditaciones de cine, Reservoir Books, parece tomar su nombre del primer largometraje de su autor—, le surgieron muchos imitadores. Pero lo cierto es que el realizador estadounidense fue el primero. 

Y antes de él, Godard. Es en ese derribo de Godard, de las fronteras que separan el drama de la comedia, donde debemos buscar el origen de la hilaridad de la tragedia que nos propone Tarantino. En el Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) que se vuela la cabeza con cartuchos de dinamita en Pierrot, le fou (1965) y la audiencia se ríe.

En el mejor de los casos, el de Tennessee hubiera seguido vendiendo esporádicamente guiones muy violentos —como John Milius por poner un ejemplo— si el actor Harvey Keitel no hubiese creído firmemente en Reservoir Dogs

Eso sí, una vez estrenado su primer largometraje, Tarantino, con la gran industria rendida a sus pies empezó a poner en marcha esa revisión de su mitología, una auténtica liturgia que ha sido el principal argumento de su filmografía. 

El primero de estos tributos se lo dirigió a la revista Black Mask, un mito en la ficción criminal que inspiró Pulp Fiction (1994): tres historias entrelazadas en una cronología fragmentada que dieron lugar a un filme comercial que a la vez es un título de culto. Quienes ya intuyeron en Reservoir Dogs que la nostalgia musical —pop, soul, rock & roll— iba a ser otro de los pilares de su cine, se ratificaron en esa misma idea en Pulp Fiction.

Hubo dos canciones, que en la voz de B.J. Thomas pasaron a integrar el repertorio de esa música de fondo que se escuchaba en los vestíbulos de los hoteles de los años 70 —el lounge internacional—, que, además, tocaron tangencialmente al spaghetti western. La más conocida, que no la primera, fue Raindrops Keep Fallin’ on My Head. Original del gran Burt Bacharach y Hal David, era la pieza que musicalizaba la secuencia de la bicicleta de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969).

Suprimido en 1967 el Código Hays, que desde 1930 venía imponiendo la moral en Hollywood y tenía entre sus primeras reglas impedir que las películas suscitasen en los espectadores simpatía alguna por el crimen, se rodaron las primeras aventuras cínicas, por así llamar aquellas cintas en las que los villanos tradicionales eran presentados como héroes. 

La primera de estas producciones fue Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La segunda, Dos hombres y un destino que, además, fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western. Los americanos, que se habían inventado el género, no querían dejar que fuera capitalizado por los italianos y sus grandes malotes galopando por el desierto de Almería. De modo que recuperaron la figura de dos de sus últimos forajidos, Butch Cassidy y Sundance Kidd, e hicieron de ellos dos personajes tan románticos como los que recrean Paul Newman (Cassidy) y Robert Redford (Sundance). 

Para añadirle comercialidad al asunto, allí donde Sergio Leone sublimaba los duelos con primerísimos planos —close up— y el score de Ennio Morricone, en Hollywood añadieron una secuencia plena de poesía para todos los públicos: la de Buch con la bella Etta Place (Katherine Ross) en el manillar de su bicicleta y B. J. Thomas entonando Raindrops Keep Fallin’ on My Head.

Por ese insospechado derrotero de las cosas, hubo un éxito anterior de Thomas —Hooked on a feeling, de 1968 más concretamente—, que en una versión de Blue Swede de 1974, habría de ganarse al mayor apologeta del spaghetti western que ha conocido Hollywood, Quentin Tarantino. 

Recuerdo cómo en el verano de 1992, los vecinos de Madrid que tenían una terraza en la acera de su casa, se quejaban de tener que escuchar Hooked on a feeling noche tras noche. A raíz del inusitado éxito que conoció Reservoir Dogs, el tema se convirtió en la canción de la temporada.

Desde Pulp Fiction, esa revisión sublimada —a menudo hasta la alucinación— de los géneros que integran su mitología personal, ha sido el objetivo del trabajo de nuestro cineasta. 

En Jackie Brown (1997) fue el blaxploitation; en las dos entregas de Kill Bill (2003, 2004), el cine de artes marciales; en Death Proof, los programas dobles; en Malditos Bastardos, el cine bélico; y finalmente, en Django desencadenado (2008) y Los odiosos ocho (2015), el spaghetti western. 

Y todo ello desde unas perspectivas mucho más próximas al cine de autor que al Hollywood de las coproducciones en el que Tarantino ha desarrollado su filmografía. 

Ya he tenido oportunidad de decir en estas mismas páginas que yo me rendí ante él, como este heterodoxo rindió a sus pies a la pantalla comercial estadounidense, cuando le vi valerse de la función suprema de la ficción: la enmienda de la realidad, al salvar la vida a Sharon Tate en Érase una vez en Hollywood (2019). Sólo le queda una película, si mantiene lo dicho durante todos estos años.

Imagen de portada: Quentin Tarantino

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 5 de febrero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Quentin Tarantino.

La película que Chaplin se arrepintió de haber hecho.

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En 1940 se estrenó una de las películas más famosas de Charles Chaplin: El gran dictador. En la película interpreta dos papeles, el de un barbero judío y el del dictador Adenoid Hynkel, una parodia de Adolf Hitler

Además de ser considerada una de sus mejores obras, resulta significativa por la sátira que hace del nazismo: la película, de hecho, fue una respuesta a la decisión del Tercer Reich de no permitir la proyección de sus películas alegando el supuesto origen judío de Chaplin.

Chaplin hizo la película, en sus propias palabras, “para los judíos de todo el mundo” y con la intención de ridiculizar a los regímenes que los perseguían, pero más adelante se arrepintió de ello: al ser consciente de la magnitud del Holocausto, se planteó si había sido adecuado parodiarlo de aquel modo y declaró: “Si hubiese conocido los horrores reales de los campos de concentración alemanes, no habría podido hacer El gran dictador, no habría podido hacer broma con la locura homicida de los nazis”.

SINOPSIS COMPLETA – Fuente: Play Cine

Durante la Primera Guerra Mundial, un barbero judío del ejército de Tomania salva la vida del soldado Schultz.

Veinte años más tarde, Tomania vive bajo el yugo del dictador Adenoid Hynkel, aunque el barbero lo desconoce porque ha estado ingresado en un hospital con amnesia.

Fiel a su espíritu humanista, Charles Chaplin realizó en su primer filme completamente sonoro una parodia de Hitler y del nazismo, en los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial y años antes de que el mundo descubriera hasta donde podía llegar la locura del dictador.

Chaplin protagoniza la cinta por partida doble, interpretando a Hynkel y al barbero, mientras que su entonces esposa, Paulette Goddard, da vida a Hannah, el amor platónico de este último.

Al igual que en otros filmes como «Tiempos modernos», Chaplin se muestra como un artista preocupado por la sociedad en la que vive, utilizando para ello su personal mezcla de comedia, drama y un sentimentalismo en ocasiones excesivo.

Especialmente memorables son las escenas de la disputa de dictadores en la barbería, la imagen de Hynkel jugando con el globo terráqueo como un niño y el discurso final que se convierte en alegato por la paz y la tolerancia.

Imagen de portada:  Charles Chaplin Film Corporation / CC

FUENTE RESPONSABLE: Historia National Geographic. Por Abel G.M. 31 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Charles Chaplin/Nazismo/ Holocausto.

Las 10 mejores películas de John Malkovich.

Implicado en el mundo del teatro desde adolescente, fue cerca de la treintena cuando lo alcanzó el éxito en Broadway, concretamente gracias a su celebrado papel en Muerte de un viajante, la clásica obra de Arthur Miller. La adaptación de dicho libreto a la televisión le valdría también un Premio Emmy. Apenas un año después llevaría a cabo su debut en la gran pantalla, como secundario en una cinta dirigida por Robert Benton que se tituló En un lugar del corazón. Su interpretación le valió la primera de sus dos nominaciones a los premios de la Academia y una inmediata consagración en Hollywood, donde a lo largo de los años 80 y 90 se convirtió en un actor intensamente prolífico y exitoso. Tanto que, apenas alcanzado el cambio de siglo, Spike Jonze decidió utilizar la mitología de su figura para observar el mundo a través de los ojos de la fama en su aclamada Cómo ser John Malkovich. Por lo demás, su carrera ha sido en gran medida dueña de una enorme heterodoxia: trabajó asiduamente con autores tan respetados como Manoel de Oliveira o Raúl Ruiz, por un lado, y por otro acumuló un notable número de pequeñas producciones, algunas de ellas para televisión, y muchas apuestas por cineastas de menor impacto público. Multidisciplinar e incansable, no ha dejado de trabajar en teatro, cine y televisión desde su debut hasta el día de hoy. Este sábado, en Zenda, seleccionamos diez de las mejores películas de John Malkovich.

Las 10 mejores películas de John Malkovich

1. Las amistades peligrosas (Dangerous Liaisons, Stephen Frears, 1988)

2. En la línea de fuego (In the Line of Fire, Wolfgang Petersen, 1993)

3. Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich, Spike Jonze, 1999)

4. En un lugar del corazón (Places in the Heart, Robert Benton, 1984)

5. Una película hablada (Um Filme Falado, Manoel de Oliveira, 2003)

6. Los gritos del silencio (The Killing Fields, Roland Joffé, 1984)

7. Retrato de una dama (The Portrait of a Lady, Jane Campion, 1996)

8. El imperio del sol (Empire of the Sun, Steven Spielberg, 1987)

9. El tiempo recobrado (Le temps retrouvé, d’après l’oeuvre de Marcel Proust, Raúl Ruiz, 1999)

10. De ratones y hombres (Of Mice and Men, Gary Sinise, 1992)

Imagen de portada: John Malkovich

Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Audrey Soprano. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 21 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/John Malkovich

La bohemia Anouk Aimée.

Hay veces que el entusiasmo ajeno me gana como un placer prohibido y acabo haciendo mía una pasión que en su origen no lo fue. Ése ha sido el caso de mi amor al jazz. Mi corazón pertenecía al rock & roll, al rock en general, siendo, además, dogmático, sectario, excluyente y tendencioso en cuanto a aquel cariño.

El rock era para mí una verdadera entrega, una revolución, como para quienes tenían conciencia política la redención de los pobres. Y en ello estaba cuando, a comienzos de los años 80, leí un relato del escritor barcelonés Jaime Rosal: Debo al jazz (1977). En aquel texto, mediante la evocación del “memorable concierto” dado por Miles Davis el 19 de mayo de 1961 en el Carnegie Hall de Nueva York, con la orquesta de Gil Evans, Rosal rememoraba su afición al jazz. Se remontaba a los días en que era un joven estudiante de PREU, en la Barcelona de los primeros 60, y sus mentores le indicaban que se dejase de americanismos como el jazz, que ya tenían bastante con el rock & roll del Dúo Dinámico.

Aquella pieza, que aún me magnetiza como cuando la leí por primera vez, acaba con la última audición —todavía reciente cuando Rosal escribió su narración— de Calypso Frelimo y Red China Blues, en un “doble álbum, que ahora los llaman”. Get Up With It (1974), el doble álbum aludido, fue la primera grabación de jazz que atesoré. La escuché durante años sin entender nada, excepto la pasión de Jaime Rosal, hasta que, ya más atemperado mi amor al rock —que como el don poético es un fulgor juvenil—, empecé a entender el jazz. Ese camino que lleva del rock al jazz es una evolución frecuente, ya pasada la cumbre de la edad

Tengo un amigo hippie en Carabanchel al que le sucedió igual. En lo que a mí concierne puedo ser categórico: se debe a aquel texto de Jaime Rosal. Pero hoy vengo a hablar de Anouk Aimée, otra pasión ajena que me acabó por ganar.

Yo tenía noticia de Anouk Aimée desde que protagonizó Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966). La peripecia por la que supe de ella me abruma. Con la venia del lector, me permitiré referirla en un nuevo intento de quererla exorcizar. Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. 

Pero se quedó sin verla en su estreno por llevarme a ver a mí El Dorado (Howard Hawks, 1966), que coincidió en la cartelera madrileña con el filme de Lelouch. Como hacía siempre, la autora de mis días se sacrificó por mí y esa tarde fuimos al Rialto, donde se programaba el penúltimo de los grandes westerns de Hawks. Me di cuenta de todo y tuve cierto cargo de conciencia. 

En mi primer intento de enmendarlo descubrí a Anouk Aimée. Naturalmente no pude ver Un hombre y una mujer. Era para mayores de 18 años y yo aún tenía seis. La descubrí en las fotos, aquellos fotocromos de los vestíbulos de las salas de antaño —como los que va a robar Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud) en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)— y me llamó poderosísima mente la atención. Aún no había crecido lo suficiente como para saber lo que sucede cuando una mujer te llama poderosísima mente la atención.

Ya en los albores de mi cinefilia, tuve ocasión de asistir a la proyección de Alfonso Sánchez (1980), mi favorito de los cortometrajes de José Luis Garci. Precedía al pase de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) en la programación del cine Paz, siempre en Madrid. 

Crítico del diario Informaciones, Sánchez —para quien el amor al cine era “algo consustancial” a su persona— compaginaba sus artículos en aquellas páginas con sus comentarios en la televisión de mi infancia. Ya entonces, sin ser yo aún cinéfilo, me magnetizó con su amenidad hablando de la gran pantalla

Recuerdo especialmente una emisión en que le escuché comentar que Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), es la película en la que mueren más indios. Siempre que vuelvo a ver este western desmitificador —en la estela de Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970)— me acuerdo de aquel comentario de Alfonso Sánchez —como del texto de Jaime Rosal al volver a escuchar Red China Blues— y convengo en que Sánchez, al que escuché antes de leer a André Bazin —el fundador de Cahiers du Cinéma— fue al primer crítico que admiré.

De modo que fue algo entrañable reencontrarle en el emotivo homenaje que Garci le rinde en aquel corto. Y allí, entre las secuencias que le mostraban paseando por las calles de Doctor Cortezo y del Cine —esta última en mi barrio, Campamento, así llamada en recuerdo de la sala donde asistí a mil proyecciones en mis primeras edades—, para llevarnos a otras localizadas en la redacción de Informaciones e incluso en su domicilio. 

Entre los recuerdos fotografiados en este último interior —una Tizona en miniatura, obsequio de Anthony Mann durante el rodaje de El Cid (1961); o una baraja, regalo de Buster Keaton en la filmación de Golfus de Roma (Richard Lester, 1966)—, Alfonso Sánchez nos enseña una foto que le muestra sentado a una mesa junto a Anouk Aimée y nos confiesa que la actriz fue su gran amor

Daba propina a los camareros en el festival de San Sebastián para que, en las cenas, con las que se agasajaba a la prensa, le sentasen junto a ella… “Una criatura maravillosa que pudo ser la sucesora de Greta Garbo. Pero es tan bohemia que, de repente, entre rodaje y rodaje, se tira un año desaparecida”, suspiraba el crítico. 

“Todo hombre normalmente constituido tiene un prototipo de mujer. El mío es el de Anouk Aimée. Me enamoré de ella desde que la vi por primera vez, en Los amantes de Verona… Pero ese amor es el gran fracaso de mi vida”.

Las flacas tristes y bohemias, así me gustaban las chicas en mi juventud. Pero Anouk Aimée empezó a hacerlo a raíz del amor que inspiró a Sánchez. Ya andando en mi cinefilia, alguien me habló de sus maravillosas piernas en Lola (1961), primer largometraje del gran Jacques Demy y primera entrega del díptico de Roland Cassard (Marc Michel), que ya en el 64 culminaría en Los paraguas de Cherburgo

Unos años después, andando ya en los 80, siendo yo auxiliar de montaje, entré fugazmente en el equipo de un montador que había trabajado para la censura. Y quiso la casualidad que fuese él quien practicó en la moviola los cortes a Un hombre y una mujer que el censor había ordenado en la sala de proyección. La profesión daba por cierto que se había “puesto morado” viendo los desnudos de Anouk. 

Pero mi jefe, que a diferencia del común de los técnicos de cine —que odian la pantalla por ser su trabajo y cuantos la amamos solemos caerles mal— simpatizaba con mi cinefilia y me aseguró que allí no había más cera que la que arde.

En fin, ya con Anouk elevada a los altares en los que rindo culto a las actrices que integran mi mitología personal, llevo más de 40 otoños atento a cuanto la afición y la profesión me comenta de ella. 

En 2007 tuve oportunidad de entrevistar a Claude Lelouch en la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia. Antes de empezar, le comenté que Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. Le hizo mucha gracia, pero no me dijo nada de Anouk Aimée. Y eso que Lelouch fue uno de los realizadores que más colaboró con ella.

Enrique Herreros (hijo), toda una institución en el cine español, ha sido quien más y mejor me hablado de esta “sublime actriz francesa”, que él la llama. 

Gracias a Herreros sé que Anouk residía en la Rue Rennes de París, junto al legendario café Les deux magots. Hablamos, pues, del mismísimo centro de Saint-Germain-des-Pres cuando París todavía era la capital del mundo y de la bohemia, más aún. Hablamos del París de las canciones de Georges Brassens. 

Un París que Anouk dejaba, con las mismas que se iban a Ámsterdam las bohemias de mi juventud, para venir a rodar en España —por ejemplo, Contrabando (1955), dirigida por el inglés Lawrence Huntington y el español Julio Salvador—, o ser entrevistada por José Luis Pécker en Cabalgata fin de semana de Radio Madrid.

Herreros (hijo) la trató mucho en la primavera del 59, Maurice Ronet —la ilusión de la actriz en aquella sazón— rodaba entonces en España Carmen, la de Ronda, de Tulio Demicheli. 

Anouk “hacía otro tanto en Roma, a las órdenes de Fellini, en La dolce vita. Todos los fines de semana cogía el Super Constellation de la TWA y se instalaba con su enamorado en el hotel Suecia”. El propio Herreros les conseguía las mejores entradas para La Chata o Carabanchelera, que era como se conocía en Madrid a la plaza de toros de Vista Alegre, que estaba justo enfrente de donde aún debe de vivir mi amigo el hippie de Carabanchel.

La de Anouk Aimée, bohemia y actriz, fue una carrera desarrollada a lo largo de más de 50 años. Cinco décadas en las que inspiró a cineastas del calibre de Alexandre Astruc, Jacques Becker, Georges Franju, Federico Fellini, Jacques Demy, André Delvaux o Bernardo Bertolucci. 

Al igual que a los norteamericanos que la incluyeron en sus repartos tras el éxito internacional de Un hombre y una mujer, tales fueron los casos de George Cukor, Sidney Lumet y algún otro. 

Pero la maravillosa Anouk nunca quiso ser una estrella al uso. Su desdén por los oropeles de la farándula fue la mejor prueba de esa exquisita elegancia de la que siempre hizo gala en pantalla. Cimentó su gracia en una sensibilidad que nos brindó una imagen de la feminidad pocas veces alcanzada.

Hija del actor Henry Murray, Françoise Sorya, verdadero nombre de la actriz, nació en París en 1932. Tras asistir a un curso de baile en la ópera de Marsella y a otro de arte dramático en su ciudad natal, se puso por primera vez frente a una cámara cuando apenas contaba quince años. 

Aunque La maison sous la mer (1946), la cinta de Henri Calef en la que Anouk —como figuró durante sus primeros años en los títulos de crédito— debutó, no tardaría en ser olvidada, el segundo título de su filmografía, Los amantes de Verona (1948), recreación de Romeo y Julieta debida a André Cayatte, habría de convertirse en un clásico del cine galo.

Pero eso sería al cabo de los años. Entretanto, tras un par de colaboraciones con Astruc —Le rideau cramoisi (1951) y Les mauvaises rencontres (1955)—, la verdadera Anouk Aimée se pone en marcha al encarnar a Jeanne Hebuterne, la inseparable compañera de Amadeo Modigliani, en Montparnasse 19, la obra maestra de Jacques Becker. Ahí, con ese personaje, fue cuando a mí me terminó de prendar.

Jacques Demy volvió a descubrirnos en Lola toda esa sensualidad de la actriz que Cayatte ya nos había sugerido. Lejos de ser esa efigie sin atributos, que corresponde a la mayoría de los mitos eróticos, Anouk comienza a dar pruebas de su agudísima sensibilidad al interpretar a la amante del demente que protagoniza La cabeza contra la pared (1959), otro hito del cine galo debido al talento de Georges Franju

A ésta seguirá su creación de la cínica heredera que le encomienda Fellini en La dolce vita (1960). Habida cuenta del éxito cosechado por el certero retrato de los desahogados que pululaban en los felices 60 por la romana Vía Venetto, que nos proponía en sus secuencias el maestro de Rimini, a la actriz no le faltan contratos en Francia, Italia e Inglaterra.

Tras un fugaz paso por el peplum de la mano de Robert Aldrich en la producción italiana Sodoma y Gomorra (1962) y una nueva colaboración con Fellini en su cinta más personal, Fellini ocho y medio (1963), Anouk protagonizará Un hombre y una mujer. La Anne Gauthier encarnada en esta última cinta, una viuda que se debate ante un nuevo amor, será su creación más celebrada. 

A raíz de ella, Hollywood le ofrecerá un contrato de siete años, que Anouk rechazará. Tan rebelde como sugerente, preferirá seguir siendo una de las mejores actrices del cine europeo y dar vida a la diseñadora que protagoniza la fascinante Una noche un tren (1969), del belga André Delvaux. Acaso cansada de ser siempre la amante de… tras su colaboración con Cukor en Justine (1969), adaptación de la primera entrega de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, en la que Anouk interpreta a la propia Justine, la actriz se mantendrá retirada de las pantallas durante siete años.

Regresó de la mano de Lelouch, para quien fue una de las lesbianas que protagonizan Si empezara otra vez (1976). El resto fueron cintas menores, aunque a veces debidas a Marco Bellocchio —Salto al vacío (1980)—, Bernardo Bertolucci —La historia de un hombre ridículo (1981)— o Robert Altman —Pret-a-porter (1994)—. 

La decadencia se prolongó hasta 2019 cuando, de nuevo a las órdenes de Lelouch, volvió a incorporar a Anne Gauthier en Los mejores años de una vida, una segunda secuela de Un hombre y una mujer.

Imagen de portada: Anouk Aimée.

FUENTE RESPONSABLE: Zenda. Apuntes, Libros y Cía. Por Javier Memba. Editor: Arturo Pérez-Reverte. 29 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Anouk Aimée

Crítica: ‘The Offering’, película de terror ambientada en el ambiente ortodoxo judío.

The Offering es un film de terror que no acaba de distanciarse de ofertas comerciales como el universo Conjuring de James Wan, a la vez que tampoco llega al nivel de pavor (o pretenciosidad, según el caso) de eso que se ha venido a etiquetar «terror elevado». 

Tampoco es un mal territorio a ocupar, puesto que la película de Oliver Park ofrece sustos, pero sobre todo una atmósfera oscura, viciada y mística (se ambienta en una funeraria judía ortodoxa) en la que prima una cierta elegancia sobre los golpes de efecto.

Es una pena, por eso, que los personajes y sus relaciones no acaben de calar emocionalmente en el espectador, sobre todo en una película tan negra y donde existen intereses ocultos en su maraña de relaciones familiares rotas. 

The Offering era una historia que necesitaba, precisamente por la animadversión que genera alguno de sus protagonistas, de un desarrollo algo superior en este aspecto para encontrar su lugar, para conmover con el drama entre sombras que se desarrolla mientras se infiltra la amenaza sobrenatural. 

Pese a esta desubicación, que de todas formas coincide con la angustia del antihéroe de la función, un hombre de negocios tan desesperado que es capaz de engañar a su padre, The Offering ofrece no pocos asideros de interés y un puñado de secuencias con inventiva.

La atmósfera es extraordinaria, como también la partitura de un viejo conocido en el género, el genial Christopher Young, al que se debe gran parte de la eficacia y opresión que el largometraje logra transmitir. El guion también logra escalonar, y disfrazar, las evidentes referencias que construyen una historia que se quiere física pero en realidad es puro terror espiritual: todo comienza en una sala de disección, como en la notable película La autopsia de Jane Doe, y acaba en el inevitable ceremonial de exorcismo, pero The Offering lo maquilla bien tratando con bastante rigor la mitología religiosa que sustancia la trama.

Imagen de portada: The Offering (Escena)

FUENTE RESPONSABLE: Libertad Digital. Por Juan Manuel González. 30 de enero 2023.

Sociedad y Cultura/Cinematografía/Judaísmo ortodoxo/Terror/Critica

Las mejores películas de la historia (si me preguntaran)

«Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas».

Si deseas profundizar en esta entrada; cliquea por favor adonde se encuentre escrito en color “azul”. Muchas gracias. 

Dediqué la anterior entrada de este blog a comentar los resultados de la encuesta sobre las mejores películas de la historia que acaba de publicar, como viene haciendo periódicamente cada diez años desde la década 50, la revista británica Sight & Sound. 

No obstante las críticas que ha cosechado una selección caracterizada por ausencias escandalosas y contaminada por los criterios ideológicos dominantes, hay que reconocer la dificultad que tiene llevar a buen puerto una tarea sencillamente imposible. El cine arrastra ya una historia tan larga que sería preferible abandonar la idea de que una lista de apenas diez películas pueda hacerle justicia.

Ahora bien: el truco está en que la lista colectiva no se compone de diez filmes, sino de 100. Pero ese acumulado sale de la suma de las listas individuales; la variedad es un efecto agregado. 

Tiene así sentido que cada lista contenga la apuesta personal de cada participante, ente otras cosas porque este se ve obligado a hacerlas: en lista tan corta no caben todos los directores, géneros, épocas ni cinematografías. Tomar decisiones trágicas, dejando fuera a quien jamás habríamos querido dejar fuera, resulta inevitable. 

Para colmo, hay que tener cuidado con lo que se incluye: si queremos dar relieve a determinados realizadores, haríamos bien en elegir aquellas de sus películas que más probabilidad tienen de ser elegidas por los demás; si no, quedarán fuera de la lista colectiva. Va de suyo que los directores más prolíficos —aquellos con mayor número de obras dignas de ser elegidas— se ven perjudicados frente a colegas que tienen solo una o dos películas destacadas.

¿Y si me preguntaran a mí? ¿Cuáles son las diez películas que yo elegiría como greatest ever en toda la historia del cine? Aprovecharé la lista-acontecimiento de Sight & Sound para elaborar mi selección, ordenando de paso mis ideas al respecto. Se trata de un juego que hay que tomarse en serio: como todos los juegos.

Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas. 

Estas últimas son aquellas a las que volvemos una y otra vez con la misma alegría, sin que disminuyan la admiración que por ellas sentimos ni el placer que nos procuran. Por supuesto, nuestras favoritas podrían coincidir con las mejores de todos los tiempos, pero no será necesariamente el caso; hay que pensarlo dos veces antes de imprimir a nuestras preferencias un valor universal. 

¿Y cómo elegir? Hay que decidir si va a darse el mismo valor a lo reciente que a lo lejano, si se va a perseguir una representación equilibrada entre distintas cinematografías o se privilegiará a alguna en particular, si se harán esfuerzos por incluir realizadoras o se excluirán de antemano algunos géneros, si se incluirán rarezas —sin merma de la calidad— o se usará la ocasión para reivindicar obras que nos parezcan a la vez excelsas y desatendidas.

«Si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir»

He aplicado un método sencillo. De una parte, he buscado incluir una representación equilibrada entre épocas, incluyendo el cine primitivo, el clásico y el moderno (para el tardomoderno o posmoderno, no obstante, me parece pronto); he tratado de hacer sitio a distintas cinematografías nacionales; he querido honrar el cine de género, que tanta importancia ha tenido en el Hollywood clásico y que la lista de Sight & Sound despreciaba de manera sorprendente; he reducido la representación del cine mudo a una sola película, pues su producción se reduce esencialmente a dos décadas y media; no he tratado de forzar equilibrios en materia de sexo ni procedencia étnica. 

Y de otra, sobre todo, he querido que cada una de las películas elegidas actuara como condensadora del valor artístico de muchas otras —o de algunas otras— con las que guarda relación, creando así un juego de correspondencias que permanece invisible o latente para el lector y sin embargo es crucial a la hora de explicar por qué elijo esas películas en lugar de otras. 

En cuanto a las que se quedan fuera, no hay más remedio que aceptar la necesidad del sacrificio; si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir.

Lo que sigue es mi Top 10, en estricto orden cronológico. Para proporcionar alguna representatividad al cine posterior a 1970 (sin entrar en el siglo XXI), he incluido en cada caso una alternativa que, por razones que varían según el caso, puede asociarse a la elegida. Es un truco, claro, pero sirve para extender el rango temporal de la muestra y anima la conversación.

‘Tabú’ (F. W. Murnau, 1931)

Escoger una sola película del periodo mudo presenta dificultades evidentes, ya que supone discriminar entre pioneros de la talla de Griffith (El nacimiento de una nación, Lirios rotos), Von Stroheim (Avaricia), Lang (Los Nibelungos, el primer Mabuse), Dreyer (la superlativa Vampyr), Sjöstrom (El viento), Vidor (The Crowd), Keaton (mi favorita es Seven Chances), Chaplin (Tiempos modernos o Luces de la ciudad) y un largo etcétera que incluye a Eisenstein, Dovjenko, Vertov, Pabst, DeMille, Feuillade, Buñuel e incluso Hitchcock. Incluso si uno se decide por Murnau, realizador alemán que anticipa una pauta histórica reconocible al viajar de la poderosa UFA de entreguerras al primer Hollywood, se encuentra con una filmografía rica en prodigios: tanto Nosferatu como Amanecer —o la misma City Girl— son dignas rivales de la extraordinaria Tabú, poema visual de extraordinaria belleza que Murnau filmó en Tahití junto con el documentalista Robert Flaherty, si bien este último fue relegado a tareas secundarias después de que el director alemán se viera obligado a financiar el film y prefiriese imponer su criterio artístico sobre su colega norteamericano.

Tabú cuenta —sin intertítulos— el romance entre un buscador de perlas marinas y una bailarina, sobre el que pesa una sanción religiosa y los convierte en objeto de la cólera local. Rodada con actores no profesionales y enteramente en exteriores, sin las rigideces propias del estudio, la película posee una asombrosa cualidad atemporal que la eleva por encima de su época. No obstante, se trata de una de las últimas películas de la época muda; hacía ya cuatro años que Al Jolson había salido cantando en una sala de cine y la revolución tecnológica era ya imparable. Por desgracia, el absurdo fallecimiento de Murnau nos dejó sin saber qué dirección habría tomado la carrera de este maestro del expresionismo que tras probar suerte en Hollywood quiso resarcirse pasando un año en Tahití recreando una forma de vida en la que los cuerpos jóvenes al sol y el contacto con el medio natural dan forma a una cosmovisión idealizada y orientalista que sería colonial si no alcanzase tal excelencia universal. Tabú es una de las películas más hermosas que nos ha dado el cine.

Tabu: A Story of the South Seas (F.W. Murnau, 1931)

Alternativa: El sur (Víctor Erice, 1983).

‘La mujer de todos‘ (Max Öphuls, 1934)

Max Öphuls es otro cineasta itinerante que pasará de trabajar en el teatro vienés con Max Reinhardt a realizar películas en Francia, Italia y finalmente Hollywood. Es un maestro del melodrama, pero también se desempeñó de manera admirable en el noir durante sus años americanos. Sus inolvidables planos-secuencia brillan en obras tan admirables como Carta de una desconocida o la extraordinaria Madame De (que Scorsese hubo de tener en mente al hacer La edad de la inocencia, ya que en ambas lo más importante sucede en off). Estas dos últimas, junto a la inferior Lola Montes, son las películas de consenso en el caso de Öphuls. Menos conocida es La mujer de todos, que Öphuls hace en Italia trata el drama personal de una estrella del teatro que intenta suicidarse por amor y rememora desde el coma su intensa peripecia.

Una escena de ‘La mujer de todos’.

Acentos folletinescos al margen, la película es una fiesta de la puesta en escena y por añadidura está llena de inventivos recursos visuales que todavía remiten —el sonoro apenas tiene siete años— a la efervescencia creativa del cine mudo. Jugando con la cámara y con el ritmo del film, Öphuls logra una musicalidad que permite a su obra «condensar» el género que empezaba por entonces a despegar en Hollywood, o sea el musical. De manera que por debajo de esta «señora de todos» corre un ancho caudal de cine melodramático y musical, con querencias por el vodevil o la ópera y tendencia a la estilización visual. Hay directores que destacaron en los dos géneros, como Minnelli; otros, como Visconti o Sirk, refinaron el mélo por caminos distintos, dando pie a reformulaciones posteriores tan brillantes como las de Fassbinder; en un registro más popular se sitúan Borzage o Materazzi, entre otros muchos. ¡Y qué decir del musical! Yo elegiría Melodías de Broadway 1955, pero la era dorada del género está llena de prodigios de interpretación y puesta en escena: de Sombrero de copa a Cantando bajo la lluvia y West Side Story. Incluso Francia replicaría la fórmula con vigor de la mano de Jacques Demy, que en Las señoritas de Rochefort hace bailar de nuevo al gran Gene Kelly.

Alternativa: La ansiedad de Veronika Voss (Rainer Werner Fassbinder, 1981).

‘Ser o no ser‘ (Ernst Lubitsch, 1942)

Ninguna lista de estas características debería ignorar la insuperable producción de comedias que se llevó a cabo en el Hollywood del sistema de estudios en los años 30 y 40, cima colectiva del género por mucho que este no haya dejado nunca de producir obras formidables en distintas latitudes; pensemos en Tati, Berlanga, la Ealing inglesa, la comedia italiana de las décadas de los 50 y 60, Woody Allen, Mel Brooks. ¿Puede soslayarse a Howard Hawks, autor de las vertiginosas Twentieth Century, La fiera de mi niña o Luna nueva? ¿Y a George Cukor, que en Historias de Filadelfia parece estar reescribiendo La regla del juego con el atractivo suplementario de reunir en la misma película a Cary Grant, James Stewart y Katherine Hepburn? ¿O a Preston Sturges, que no solo hizo Las tres noches de Eva o Un marido rico, sino que imprimió una velocidad extra a esos disparates que son El milagro de Morgan Creek o ¡Salve, héroe victorioso! Pero la lista es larga e incluye obras superlativas de Mitchell Leisen, Leo McCarey, Frank Capra, Billy Wilder, Gregory LaCava o los Marx Brothers. ¡Casi nada!

Ser o no ser

Pero se trata de elegir una sola de ellas y Ser o no ser, debida al temprano emigre Ernst Lubitsch, es sencillamente perfecta: una sátira del nazismo que siempre encuentra un nuevo giro con el que maravillar al espectador, contiene diálogos imbatibles —sobre el amor, la política e incluso Shakespeare— y se las apaña para reírse con agudeza de la solemnidad totalitaria. Tiene como protagonista a la maravillosa Carole Lombard, que moriría antes del estreno cuando se estrelló el avión que la llevaba a vender bonos de guerra. Y por cierto: su desenlace contrafáctico está en el Tarantino de Malditos bastardos, que el propio director norteamericano mejorará en Érase una vez en Hollywood. Solo pensar en esa troupe de bienintencionados actores polacos hace sonreír: ¿hay mejor chiste sobre el teatro que ese apuntador que se cree obligado a susurrar al protagonista de Hamlet el «To be or not to be…» con que comienza el monólogo más célebre jamás escrito?

Alternativa: La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985).

‘Te querré siempre‘ (Roberto Rossellini, 1954)

Cuando Ingrid Bergman abandonó a su marido en Estados Unidos para hacer cine con Roberto Rossellini, con quien se casaría para escándalo del puritanismo nacional, no podía saber que sería la protagonista de una auténtica revolución en el cine moderno. Eso es lo que representa la gloriosa sucesión de sus grandes filmes italianos de los 50: Strómboli primero, Europa 51 después y, por último, Te querré siempre. Lo cierto es que Rossellini ya había hecho una revolución, la del neorrealismo, con Roma, ciudad abierta y Paisá, realizadas en condiciones de gran precariedad material; luego aún intentaría otra, más clandestina, echando mano de la televisión. En Te querré siempre, que pertenece a ese cine italiano que durante tantas décadas dobló invariablemente en el estudio las voces de los actores, Rossellini relata la historia de un matrimonio adinerado que se encuentra en crisis y viaja al Golfo de Nápoles para resolver un asunto hereditario.

«Te querré siempre» (Viaggio in Italia) 1954 – Trailer

La puesta en escena es brillante y conmovedora: el director italiano muestra a los espectadores el modo en que las emociones de los protagonistas cambian en contacto con su entorno, ya se trate del fling con una joven que el marido se trae entre manos o la contemplación del pasado profundo en Pompeya y el Museo Arqueológico en el caso de la esposa. No hay un plano de más; no falta ninguno. El contraste entre modos de ser septentrionales y meridionales es explorado sutilmente; también se hacen apuntes sobre la modernización de una sociedad tradicional. Por su parte, el célebre desenlace es una de las cumbres emocionales del cine de su autor, una suerte de milagro inexplicable sobre cuya continuidad después de que la película haya concluido habrá de juzgar cada espectador. Ni que decir tiene que Rossellini es el representante en esta lista de una cinematografía —la italiana— que ha dado incontables directores y películas de altísimo nivel, sobre todo en su era dorada entre 1945 y 1975: ¿qué sería de nosotros sin De Sica, Visconti, Antonioni, Monicelli, Comencini, Fellini, Lattuada, Bellochio o los hoy injustamente semi olvidados Francesco Rosi, Ermanno Olmi y Valerio Zurlini? Hay más: Bava, Argento, Corbucci, Leone. ¡Viva Italia!

Alternativa: El rayo verde (Eric Rohmer, 1986).

‘El intendente Sansho‘ (Kenji Mizoguchi, 1954).

No se puede hablar de la historia del cine sin hacerlo también del cine japonés, que no solo ha contribuido a la misma con un número considerable de autores tanto clásicos como modernos, sino que dispuso tras la Segunda Guerra Mundial de un sistema de estudios parangonable al estadounidense. Además de realizadores como Kurosawa, Ozu, Naruse, Mizoguchi, Kinoshita, Oshima, Kobayashi, Suzuki, Uchida, Shindo, Imamura, Kinugasa y tantos otros, contó con estudios robustos —Nikkatsu, Toho, Daei— dedicados a la producción de program pictures donde el género —los típicamente nacionales y los importados de USA— era dominante y sagas como la de Zatoichi o Godzilla llevaban multitudes a los cines. Pero también aquí hay que elegir una sola película y decidirse entre alguna de Ozu (Cuento de Tokyo es la obra de consenso y Primavera tardía no le va a la zaga), Kurosawa (Trono de sangre es una de las mejores adaptaciones de Shakespeare, pero es que además el «Emperador» hizo El perro rabioso, Los siete samuráis, Yojimbo y Dersu Uzala), Naruse (Cuando una mujer sube la escalera), o Mizoguchi (de Las hermanas de Gion a Cuentos de la luna pálida o La calle de la vergüenza, pese a que gran parte de su filmografía desapareció con la guerra y él falleció con apenas 58 años).

«El intendente Sansho»

Son directores muy diferentes, cada uno con un estilo propio y perfectamente reconocible. Mizoguchi tiende a las tomas largas, elegantes, sin el vicio del manierismo; sus películas suelen centrarse en el drama de la mujer atrapada en una sociedad estratificada donde la libertad es apenas un lujo de los poderosos. Y aunque muchas de ellas están ambientadas en el Japón contemporáneo, abundan en su filmografía los jidaigeki o dramas de época. Eso es la sublime El intendente Sansho, que se centra en las desventuras que padece una mujer noble caída en desgracia y sus dos hijos, secuestrados y vendidos al gobernador del título; una narración épica y sin embargo atenta al detalle, con secuencias inolvidables (el rapto, el suicidio, el reencuentro) y atravesada de una belleza plástica sobrecogedora.

Alternativa: In the Mood for Love (Wong-Kar Wai, 2000).

‘Vertigo‘ (Alfred Hitchcock, 1958)

A mi juicio, la mejor película del mejor director: ese Alfred Hitchcock que tiene obras brillantes ya en el mudo (The Lodger, Murder!), aprende enseguida a hacer obras maestras en el sonoro inglés (de 39 escalones a Alarma en el expreso) y desembarca en Hollywood con el estruendo creativo reservado a los genios, construyendo sin concesiones un mundo propio a través de filmes como Rebeca, Encadenados, La sombra de una duda o Extraños en un tren, y redoblando la apuesta por medio de una sucesión sin precedentes ni réplicas posteriores: entre 1954 y 1964, aun dejando un escalón por debajo esos divertimentos fascinantes que son Atrapa a un ladrón y Pero… ¿quién mató a Harry?, el orondo director británico —que mientras tanto apuntala su fama con su show televisivo— nos regala La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Falso culpable, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros y Marnie; antes de retirarse, todavía tuvo fuerzas para terminar con otras dos maravillas finales, Frenesí y La trama. De todas ellas, Vértigo es la más oscura y la más misteriosa; también aquella que menos hizo por complacer a un público norteamericano al que Hitchcock —como Wilder— tomó pronto la medida.

Vertigo de Hitchcock. Secuencia

Aquí nos las vemos con una película que nunca deja al descubierto sus significados y en todo momento envuelve al espectador en una atmósfera intoxicante que tiene en la música de Bernard Herrmann y en la fotografía de Robert Burks dos elementos decisivos. Hay de todo en la película: duplicidades, amour fou, la evocación del viejo San Francisco, impulsos autodestructivos y, por supuesto, ese portentoso giro dramático por medio del cual la narración se da la vuelta y accedemos a los hechos verdaderos —salvo que Scottie los sueñe— sin por eso llegar a comprenderlos. Pero, por otro lado, ¿qué películas «laten» debajo de Vértigo? Dejando a un lado precedentes concretos (la obsesión del protagonista en Ensayo de un crimen o el empleo de Wagner en Abismos de pasión, ambas de Buñuel; la escena del campanario en Niágara; la peripecia del pintor que se enamora de la mujer que viene de otro tiempo en Jennie), quien más cerca está de Hitchcock es el alemán Fritz Lang. Aunque esto debe decirse al revés: si de alguien aprendió Hitchcock, es del autor de M —obra que podría figurar en esta lista sin dificultad— o Deseos humanos. También Lang nos habla de la intrusión fatal del azar en el destino el ser humano y de las obsesiones del individuo; y también él filma con una exactitud impecable que no está reñida con la poesía. Hitchcock carecía de las preocupaciones sociopolíticas de Lang; Lang carecía del humor de Hitchcock. La preferencia por este último obedece a una sola razón suficiente: Lang no hizo Vértigo.

Alternativa: Beau Travail (Claire Denis, 1999).

‘Sed de mal‘ (Orson Welles, 1958)

Ese genio truncado o saboteado a sí mismo que fue Orson Welles nunca dejó de hacer gran cine, contra lo que pudiera pensarse tras la amarga experiencia de El cuarto mandamiento, película que abandonó en manos de Hollywood a pesar de que era cosa sabida que los productores miraban con recelo al niño prodigio que había revolucionado el lenguaje del medio con Ciudadano Kane. Es verdad que La dama de Shangái no es lo que Welles quería: la prodigiosa secuencia final del parque de atracciones había de ser mucho más larga de lo que es. Pero Othello es una portentosa adaptación de Shakespeare que demuestra lo poco que el cine le debe al teatro cuando quiere ser cine y adelanta aquella extraordinaria Campanadas a medianoche que fue rodada en España; tampoco Mr. Arkadin, dedicada una vez más al tema del hombre poderoso en cuyo centro hay un vacío, carece de fuerza a pesar de la proliferación de versiones del film que siguen en circulación. Elegir Sed de mal, sin embargo, tiene muchas ventajas. Además de ser un film extraordinario, lleno de fuerza visual y transgresión moral, que explora el ambiguo conflicto entre justicia y legalidad en un territorio fronterizo, estamos ante un noir; quizá, de hecho, sea el último noir.

Sed de mal – plano secuencia inicial

¿Y cómo podríamos nombrar a las diez mejores películas de siempre dejando fuera este género capital, que de hecho se cuenta entre los pocos que mantiene su vigencia a través de formas evolucionadas a partir del neo-noir de los años 70? El lugar de Sed de mal habría podido ser ocupado sin desdoro alguno por El sueño eterno (Hawks), Los sobornados (Lang), El tercer hombre (Reed), Al rojo vivo (Walsh), Le samurái (Melville), No toquéis la pasta (Becker), Laura (Preminger), La jungla de asfalto (Huston), Atraco perfecto (Kubrick), Forajidos (Siodmak); por no mencionar obras posteriores que vuelven al género una mirada revisionista que a menudo incorpora una reflexión sobre el cine como vehículo de estetización del criminal y su violencia: ahí están las variopintas El largo adiós (Altman), Chinatown (Polanski), El padrino (Coppola), El asesinato de un corredor de apuestas chino (Cassavetes) o Mikey and Nicky (May). Pero es Sed de mal la elegida, una película oscura donde hay corrupción, racismo, drogas y violencia; justo antes de que Hitchcock estrenase Psicosis, también el noir preparaba el terreno para el final de la autocontención moral de la industria (aventuro que en el western ese papel recae en Man of the West). En este caso, por medio de un superlativo ejercicio de estilo del mago Welles, que arranca la película con un plano-secuencia de más de dos minutos y la cierra con una persecución donde el sonido —terreno en el que Welles siempre fue un innovador— juega un papel capital. Entre medias, un capitán corrupto de aires shakespearianos y un obsesivo policía norteamericano de origen mexicano empeñado en hacer justicia se mueven velozmente a los sones del sincopado score de Henry Mancini, dejando al espectador sin aliento ante la exhibición de recursos visuales y dramáticos del genio de Kenosha.

Alternativa: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

‘El ángel exterminador‘ (Luis Buñuel, 1962)

Una de las «decisiones» más controvertidas de los expertos convocados por Sight & Sound  —lo pongo entre comillas porque el resultado final es producto de miles de selecciones individuales no coordinadas entre sí— fue la de excluir a Luis Buñuel: ninguna de sus películas, al parecer, merece estar entre las 100 mejores de la historia. Puede apreciarse ahí un cambio en las sensibilidades críticas, que no saben lo que hacer con este salvaje español que formó parte de las vanguardias y filmó Un perro andaluz o Tierra sin pan antes de recalar en México, hacer incursiones en España y terminar en Francia. Pero lo que hay que hacer con Buñuel está bastante claro: venerarlo como el gran creador original que fue. Su aventura mexicana, en particular, carece de parangón: a diferencia de otros transterrados, Buñuel careció de los lujos de Hollywood y se dedicó a subvertir los géneros populares del folletín y el melodrama (la delirante Abismos de pasión, las superlativas Él o Ensayo de un crimen), experimentando cuando buenamente podía (Simón del desierto, Nazarín) e incluso recurriendo al realismo social sin asomo de sentimentalismos (Los olvidados, El bruto).

El ángel exterminador 1962, by Luis Buñuel

Entre medias, como es sabido, se las apañó para hacer Viridiana y Tristana en la España franquista: obras mayores donde religión y sexualidad se entremezclan de forma malsana, sacando a la luz esa ambigüedad que caracteriza a las relaciones humanas y no digamos a las eróticas. Incluir a Buñuel es honrar al cine español y el latinoamericano, reconocer la conexión del cine con la poesía y las vanguardias, así como festejar la hazaña creativa de los realizadores incontenibles que dibujaron una trayectoria paralela con la del siglo XX, transitando del mundo al sonoro sin dejar de trabajar hasta el último suspiro: Fritz Lang, Alfred Hitchcock, John Ford, King Vidor, Jean Renoir, Yasujiro Ozu, Charles Chaplin. Pero, ¿qué Buñuel elegir entre tantos? Me decanto por El ángel exterminador, film de vanguardia realizado bajo el disfraz del cine popular mexicano que nos cuenta la historia de un grupo de burgueses que quedan a cenar y se ven afectados por la imposibilidad material de abandonar el salón de la casa cuando llega la hora de irse. Buñuel crea una pesadilla sin explicación, porque él mismo dejó dicho que ninguna dejaría de ser decepcionante (lección aprendida por el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock) y lanza sus hipótesis acerca de la conducta humana en tan extraña circunstancia; en cuanto a las metáforas, quizá no poder salir del cuarto es no poder escapar de la muerte. O no: ¿quién sabe? Pero no necesitamos saberlo para disfrutar de esta película.

Alternativa: Blue Velvet (David Lynch, 1986).

‘Alphaville‘ (Jean-Luc Godard, 1965).

Indudablemente, el cine francés es uno de los grandes y lo ha sido siempre: de Gancé a Vigo y de Renoir a Bresson, pasando por la Nouvelle Vague y sus satélites, hasta llegar a la más difusa cosecha de la tardomodernidad (la portentosa Denis, el inventivo Assayas, el potente Audiard, la sutil Hansen-Love). De su sólida industria han salido películas memorables y si bien la opción más obvia para una lista como esta es el maestro Jean Renoir, elegir a un representante de la Nouvelle Vague  tiene también mucho sentido: Renoir estaba entre los maestros que inspiraban a estos jóvenes turcos y la mayoría de ellos hacen cine a partir de la memoria del cine del pasado, perdiendo en autenticidad lo que ganaban en referencialidad. Además, ¿cómo puede hacerse un Top 10 sin incluir ninguna obra perteneciente a eso que se llamaron «nuevos cines» de los 60 y 70? De hecho, podría incluirse más de un título: si solo en Francia tenemos a Rohmer, Rivette, Pialat, Resnais, Marker, Garrel o Varda, fuera del Hexágono la lista se amplía con la inclusión de Fassbinder, Altman, Scorsese, Coppola, Erice, Antonioni, Bertolucci, Bergman, Delvaux, Oshima, Rocha, Angelopoulos…

Escena de «Alphaville» (1965) – Jean-Luc Godard

Y valga esta relación no exhaustiva, incluso si algunos de ellos se subieron a la ola en plena madurez y otros hicieron un cine de factura más clásica que rompedora. Luego, claro, está Jean-Luc Godard: punta de lanza de la nueva ola francesa junto a su amigo François Truffaut, nos ha dejado a su muerte una obra vasta y original que se caracteriza por la experimentación visual y la coquetería intelectual. Entre 1959 y 1967, hizo una cantidad abrumadora de películas felices, antes de perderse en la telaraña del colectivismo y recuperar la forma a primeros de los años 80. En esos años gloriosos, Godard hizo pocas películas perfectas; no podían serlo. Creo que las mejores son El soldadito, El desprecio, Alphaville; si escojo esta última, es porque presenta alguna ventaja «representativa» sobre las otras. Aquí Godard mezcla ciencia-ficción, noir y cómic, cuenta con la carismática presencia de Eddie Constantine como el detective Lemmy Caution — encargado de frenar la deshumanización en un París futurista recreado sin atrezzo alguno a través de la magistral fotografía saturada de Raoul Coutard— y se las apaña para componer una intensa alegoría que también funciona como una narración literal —contada desde no sabemos bien dónde— tan absorbente como misteriosa. Alphaville «contiene» otros potentes experimentos modernistas con la ciencia-ficción, señaladamente Je t’aime, je t’aime de Resnais (¿no tiene también Marienbad algo de ciencia-ficción?) y La Jetée de Chris Marker, sin olvidarnos de Stalker y Solaris de Andrei Tarkovski; las que asoman más allá son Alien o Blade Runner.

Alternativa: Martin (George A. Romero, 1977).

‘Grupo salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969)

Para un amante del western, nada más difícil que elegir un western de entre las docenas de obras maestras que pueblan la historia de un género que nace con el cine norteamericano y juega un papel capital en su desarrollo hasta bien entrados los años 70. Hay westerns de muy distinto tipo: primero están los fundacionales, que dan paso a los clásicos de serie A y serie B en coexistencia con obras de auteur en el sentido francés del término; después viene la gloriosa revisión del género, que arranca con los cineastas clásicos y es radicalizada por los jóvenes, ya sea mediante el cuestionamiento de sus presupuestos ideológicos o a través de su bastardización a la italiana. A maestros como John Ford, Howard Hawks, Henry King, Anthony Mann, André de Toth, Raoul Walsh, King Vidor, William Wellman, Delmer Daves o Michael Curtiz le salen continuadores tan dotados como Nicholas Ray, Budd Boetticher, Samuel Fuller, Sam Peckinpah, Robert Aldrich o Sergio Leone. Pero es que también hay películas importantes hechas por directores que trabajaron poco el western, como Fritz Lang (Encubridora) o George Stevens (Raíces profundas), así obras estimables de actores que se animaron a rodar (El rostro impenetrable de Marlon Brando) y, naturalmente, las reescrituras irónicas o desmitificadoras que trajo consigo el llamado Nuevo Hollywood (Robert Altman con Los vividores, Arthur Penn con Pequeño Gran Hombre, Blake Edwards con The Wild Rovers, sin olvidarnos de los westerns nihilistas de Monte Hellman). No han faltado westerns importantes en las últimas décadas, como atestiguan Sin perdón, Dead Man, The Sisters Brothers o First Cow, pero se trata obviamente de un género en declive.

Cine. GRUPO SALVAJE, de Sam Peckinpah

¿Y bien? Dado que mis westerns favoritos son todos ellos obras relevantes, podía elegir libremente entre Pasión de los fuertes (que sin contener el aliento trágico ni la potencia autocrítica de Centauros del desierto es más redonda y representa impecablemente el western creador de mitos fundacionales), Winchester 73 (uno de los justamente célebres que Anthony Mann hizo con James Stewart, aunque a su misma altura está la portentosa Man of the West que protagoniza Gary Cooper), The Gunfighter (un western breve, conciso y perfecto de Henry King sobre la maldición del pistolero que no puede sentar la cabeza por culpa de su leyenda), Johnny Guitar (uno de mis filmes predilectos, con un arranque inigualable y una arrebatadora intensidad melodramática), y, naturalmente, Rio Bravo (un western original, lleno de comedia, con actores carismáticos y una banda sonora inolvidable de Dimitri Tiomkin, a la que se añade la deliciosa interpretación de es «My Pony, My Rifle, and Me» a cargo de Dean Martin y Ricky Nelson). Optar por Peckinpah permite, en cambio, situarse en un equilibrio entre la mitificación y el revisionismo: aun siendo los suyos eso que se ha llamado westerns crepusculares, siguen siendo elegías que expresan nostalgia por un mundo periclitado de horizontes abiertos y hazañas indecorosas. Eso está en Pat Garrett & Billy the Kid, que en la versión del director se sitúa a la altura de Grupo Salvaje a pesar de seguir siendo menos célebre. Pero esta última es insuperable: la prodigiosa secuencia del atraco inicial, el interludio mexicano, la relación de tintes homoeróticos de Holden y Borgnine, la redención moral en la madriguera de los revolucionarios liderados por el Indio Fernández… un canto a ese Far West que quizá solo existió en el cine y al que Peckinpah no solo mantuvo con vida, sino que hizo inmortal.

Alternativa: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1978).

Y ya no caben más. Es lamentable no poder incluir ninguna película de Hawks, Dreyer, Bergman, Bresson, Fellini, Von Sternberg, Lang, Ray, Sirk, Powell y Pressburger, Rohmer, Ozu o Berlanga. También lo es dejar fuera algunos filmes posteriores: El largo adiós, La puerta del cielo, El padrino, Five Easy Pieces, Céline y Julie van en bote, Tiburón, El espejo, Chinatown, Lenny, El asesinato de un corredor de apuestas chino, Beau Travail y un largo etcétera.

Pero da igual: si a mí me preguntaran, esto es lo que respondería. Aunque a mí no me haya preguntado nadie.

Imagen de portada: Una icónica escena del film ‘Grupo Salvaje’, de Sam Peckinpah. | YouTube

FUENTE RESPONSABLE: The Objective. Por Manuel Arias Maldonado. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Málaga y colaborador habitual en prensa y medios culturales.28 de enero 2023.

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